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      La historia del hombre que fue bar

      La historia del hombre que fue barCLAIMA20150125_0029 Zapada. Música en una noche de tantas. Foto: Majo Villarroel

      El saxo lleva las riendas de “Hojas del otoño”, que suena desde la casa lejana. Estamos bajo un sauce, acaso frente al río, con fotos desparramadas en el pasto y un mate semidulce.

      –Existió una vez un hombre que era un bar. Y todos los instrumentos, las luces, el horno con las empanadas, los contrabajos, eran él –le cuento a mis nietos del futuro, dos o tres, haciendo equilibro contra una rama tan etérea como esta fantasía. –Se llamaba Jorge, pero para todos era el Negro González. El era Jazz&Pop. Cuando él respiraba, las notas del piano subían en volutas de vapor por la empinada escalera que salía a Paraná 340. Cuando él tamborileaba los dedos, las luces se atenuaban. Mientras tocaba el contrabajo, la oscuridad de aquel sótano le iluminaba el alma a los 10 ó 15 habitués, que también eran músicos, clientes y encargados. Y cuando se fue de este mundo, el 7 de diciembre de 2013, el piano, las cuerdas y los vientos se extinguieron.

      Siempre me imagino de viejo, con una frondosa barba, recordando la noche que me abdujo esa puerta roja. La que todos los días cambiaba de cartel (infinitos anuncios de tríos de jazz, ensambles, quintetos, Javier Martínez de Manal, Litto Nebbia) y ahora exhibe un candado obeso, de un amarillo seco. ¿Cómo estarán hoy los cuadros de Baby López Furst, los paraguas invertidos que pendían del techo para mejorar la acústica y tapar las manchas de humedad?

      Claro, no tengo nietos ni sé si la fantasía se cumplirá. Pero cuando el Negro González aceptó con desconfianza una interminable entrevista de varias sesiones, me tiró al tacho el romanticismo.

      “Cuando abrí Jazz&Pop era una pocilga. Estaba en San Telmo, era lo peor que te puedas imaginar”. Tan lejos de la sofisticación jazzera de los pubs para turistas, estaba el Negro, como su austeridad. Sobre aquel primer Jazz&Pop, y su inauguración el 6 de abril de 1978, hablé alguna vez con el propio Nebbia. “No cabía un alfiler. Había una zapada y le dejé el piano al Mono Villegas. Entre el público, un tipo me dice ‘no te deja tocar, lo voy a matar’. Lo calmé un poco, me fui para el fondo y se escuchó un disparo”, me contó el autor de la Balsa. El agresor era un policía que estaba de franco y borracho. La víctima, un joven periodista que terminó asesinado. “Fuimos las 200 personas que estábamos ahí a la cárcel, donde sabían quién había sido”.

      Hace poco más de un año, un Negro González de 78 dejaba la barra que metódicamente controlaba para sentarse conmigo en la última hilera de mesas con forma de medialuna. Esas que él diseñó para aprovechar el espacio. “Con el tiempo el bar se fue haciendo conocido. Cuando vino a tocar Sinatra, sus músicos pidieron ir a Jazz&Pop”, recordaba con esa voz deshilachada por la luna que escucho cada vez que suena una trompeta. Dos jovencitos de nombre Luis Alberto y Charly también frecuentaban ese reino.

      En los últimos años, todo era distinto pero igual de mágico. De las pizzerías de Corrientes o la esquina del Centro Cultural San Martín llegaban, caminando o en bicicleta, humildes aprendices, señores con bigotes y estuches de saxofones. O hasta el mago Pablo Zanata (“cuando vi el documento y supe que era su apellido de verdad, le dije ‘listo pibe, quedás’”, se reía el Negro). Sin ser genios de lámpara, cuando pisaban la mágica alfombra de tres por dos que oficiaba de escenario, derrochaban virtuosismo.

      Desde que se murió el Negro, me pesan los pies cuando doblo en Paraná y Sarmiento. Aunque se volviera a abrir, la puerta roja nunca llevaría de nuevo al subsuelo sepia, a las sorprendentes improvisaciones, a los dibujos que le dedicó Altuna, al lugar que le pagaba a cada músico aunque la ganancia diera cero. Mucho menos a la barra alta del fondo donde un morocho delgado de 78 años, con breves canas a los costados, lentes cuadrados y camisa adentro del pantalón sirve cerveza, enchufa un micrófono, saca empanadas, ecualiza la consola, atiende el teléfono, abraza el contrabajo. Me queda “Hojas del otoño” y esta historia para los nietos.


      Sobre la firma

      Ariel Caravaggio

      acaravaggio@clarin.com