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      Lo importante es que yo aparezca

      Detrás de la pasión por las selfies se esconde la construcción de un nuevo tipo de subjetividad.

      Lo importante es que yo aparezcaCLAIMA20160124_0033 Dakar. Un espectador del útimo rally se toma una selfie con el auto de Erik Van Loon de fondo.

      Las 54 millones de imágenes subidas cada día a Instagram y las 300 millones a Facebook –por mencionar dos de las redes sociales más convocantes del último año– no son un testimonio del ímpetu por el registro visual de toda clase de eventos, sino de lo rápido en que el marco de la imagen se convirtió, con la comprensible benevolencia de los pensadores lacanianos, en la más literal instancia de estructuración y legitimación de la realidad. En tal caso, la renovada simbiosis entre lo visual y lo ontológico insiste con énfasis en un punto: todo lo que está en una imagen es.

      Si esa transformación de los usuarios de la vieja cámara familiar en documentalistas obsesionados por sus propias vidas surge de la masificación de las plataformas digitales –un mercado global que entre tablets, smartphones y equipos de escritorio representa alrededor de 5 millones de unidades vendidas por día– o si, en cambio, se trata de la consagración de aquello que Andy Warhol anunció a finales de los años sesenta sobre los quince minutos de fama universales, continúa siendo motivo de debate.

      Entre las voces más interesantes de esa discusión se destacan las que no se demoran en la nostalgia por los tiempos en que cada imagen aspiraba a concentrar en sí misma algún componente práctico o estético, sino las que interrogan el sentido profundo de esa proliferación y la manera en que sus efectos reescriben nuestra percepción del mundo.

      La idea de que todo lo que ocupa lugar en el espacio pueda convertirse en una imagen, mientras tanto, sólo está siendo superada en la Web por la posibilidad de que también se pueda transformar en una imagen aquello que hasta entonces sólo ocupaba espacio en las fantasías más personales (y esas tal vez sean las verdaderas coordenadas de la revolución del lenguaje fotográfico). Desde una perspectiva histórica, si en los tiempos analógicos la imagen requería como condición de valor la expertise subjetiva del fotógrafo profesional, con su premeditación calculada del encuadre, el foco y la luminosidad, la era digital trasladó en cambio la noción de valor al lado opuesto: hacia la objetividad misma de aquello frente al lente.

      Basta observar la manera como los visitantes posan sin mayor criterio junto a cualquier objeto, incluso en los museos o los estadios, para percibir cómo la experiencia contemplativa se convirtió en algo distinto. Respecto al modo en que eso altera las fronteras entre la exposición voluntaria e involuntaria de la propia imagen, Slavoj Žižek formula una reflexión interesante: no se trata de que los espacios privados desaparezcan ante el tsunami de imágenes, sino que es el espacio público como tal el que desaparece, sobre todo cuando en esas imágenes se involucra lo sexual. Como en las after-sex selfies de las que fueron “víctimas” personajes como el futbolista de Boca Andrés Chávez o el cantante Justin Bieber, la persona que muestra en la red imágenes suyas desnuda o datos íntimos y sueños obscenos –señala Žižek– no es un exhibicionista, y no lo es precisamente porque los exhibicionistas invaden el espacio público. Aquellos que suben sus desnudos a la red en realidad se mantienen en su espacio privado, y sólo lo amplían para incluir a otros.

      Por su lado, el “amateurismo” y la “espontaneidad” como valores fotográficos están lejos de establecer desventajas en el amplio universo de la Web, que es donde casi todas esas imágenes se acumulan, e inauguran por sí mismos un horizonte para las que cualquier resultado surge exonerado de negatividad. Al menos en la medida en que –como señala el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han– se trata de formas solidarias con una empatía inmediata y una observación ingenua “con las que la belleza no se comunica”.

      Este asunto es central a la hora de pensar la estética contemporánea y las condiciones de posibilidad de lo bello en una era de compulsión digital por la imagen. Si “de la obra de arte viene una sacudida que derrumba al espectador”, escribe Han en su reciente ensayo La salvación de lo bello, la estética dominante actual se opone “a toda forma de conmoción y vulneración; lo bello se agota en el Me gusta de Facebook y la estetización demuestra ser una anestetización, una sedación de la percepción” (entre tanto, el otro gran objeto de deseo visual estaría concentrado en la selfie, que si por un lado es una “estética del primer plano que refleja una sociedad que se ha convertido ella misma en una sociedad del primer plano”, por otro, y “en vista del vacío interior, el sujeto de la selfie trata en vano de producirse a sí mismo”).

      Ante este renovado escenario, para Pablo Mehanna que, además de fotógrafo en diarios como Página/12 y colaborador en medios internacionales, es fotógrafo documentalista y docente de Producción fotográfica, lo importante continúa siendo el lenguaje fotográfico. “No me interesan las imágenes exitosas, me interesa la buena fotografía y las imágenes que tienen algo que contar”, explica Mehanna, para quien, por otro lado, no se debe confundir la masificación de herramientas fotográficas con la buena fotografía. “La producción amateur logra resultados estéticos y de uso muy buenos. Creo que la gran diferencia se registra en la edición del material, en el criterio de selección sobre la producción de imágenes. Comenzamos a hablar de fotografía cuando, a través de la edición, potenciamos una mirada, un modo de acercarnos a las cosas, un rumbo estético, y los modos subjetivos de los que nos valemos para fotografiar”, dice el fotógrafo cuyo trabajo ha sido expuesto en diversas muestras individuales y colectivas.

      En ese sentido, la pulsión igualitaria de la que habla el filósofo francés Dany-Robert Dufour, y que funciona bajo una lógica para la que “a partir de ahora sólo hay que aprender por placer y todo lo que exige sufrimiento (como el verdadero conocimiento) es malo”, parece haberse desplegado de manera rápida sobre el mercado audiovisual.

      Que los fabricantes de smartphones, un producto cuyo alcance en 2015 llegó al 61,10% de la población mundial –con ganancias estimadas de 272 mil millones de dólares–, inviertan tiempo y recursos en desarrollar cámaras frontales tan refinadas como las posteriores –mientras los vendedores de selfie-sticks satisfacen los últimos detalles– explicita las demandas de “ese yo cuya única tarea es contar su vida a los demás a fin de ser él mismo”, como escribe Dufour en El arte de reducir cabezas , y también el auge de dispositivos cuya sofisticación queda a disposición de ese principio según el cual “ya no importa la obra sino la intención y la historia de vida que permite creer, sin problemas, que la propia vida ya es la obra”.

      Pero si la noción que sobrevuela el amplio espectro de las imágenes producidas y propagadas por la tecnología digital es la del valor, ¿corresponde limitar sus efectos nada más que a lo que las imágenes efectivamente muestran? ¿Por qué no avanzar hacia lo que esas mismas imágenes representan como puesta en escena y realización de las más diversas fantasías? Si de lo que se trata es de habitar a través de las pantallas un mundo donde la imagen, en tanto marco privilegiado, da sentido a la realidad, las posibilidades de la imagen se equiparan con las posibilidades del deseo. Y es ahí donde las selfies absorben otros significados.

      De la mano de los discursos contemporáneos de aspiración igualitaria que, alrededor de los cuerpos, relativizan o castigan cualquier tipo de jerarquización estética –desestimando las diferencias entre lo bello y lo feo–, tal vez la verdadera pregunta acerca de las selfies tenga menos que ver con viejas cuestiones de narcisismo que con nuevas formas de autoestima y autopercepción.

      ¿Qué explicación distinta podría tener, de lo contrario, esa ciclópea obsesión por las selfies que, ya sea frente a obras de arte, edificios históricos, puntos turísticos o espectáculos de cualquier tipo, retratan sin cuidado variadas transgresiones óseas y cartilaginosas de aquellos parámetros de orden, simetría y definición con los que Aristóteles establecía la belleza?

      “El registro y el posteo inmediato no son más que maneras de confirmar y validar nuestra existencia ante nosotros y ante los demás. Como si cada foto ofrecida a las redes fuera una especie de material en bruto que termina de modelarse con los likes y los comentarios de los otros. En ese sentido, el Photoshop debería pensarse como un cincel más”, reflexiona Ingrid Sarchman, docente del Seminario de Informática y Sociedad de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. “Pero hay un aspecto menos transitado, ¿qué pasa con los likes que nunca llegan? Cada vez que ofrecemos nuestra imagen, lo hacemos pensando en un ‘observador ideal’. Cada foto tiene un objetivo a seducir, y está claro que no hablo solo de seducción en términos sexuales. Cuando el reconocimiento ajeno no aparece, es probable que tenga efectos sobre esta construcción de la subjetividad y la autoestima”. Dividiéndose y multiplicándose en una cifra abismal de pixeles desde cualquier punto conectado a la Web, el renovado viaje de los usuarios a través de una existencia registrada, distribuida y filtrada a su propia imagen y semejanza recién empieza.


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      Nicolás Mavrakis

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