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      La nueva historia de Marcelo Birmajer: El ejercicio

      Una pareja lleva veinte años de relación. Tienen dos hijos. Pero ella guardó un secreto insólito y definitorio.

      La nueva historia de Marcelo Birmajer: El ejercicio"El ejercicio", el nuevo relato de Marcelo Birmajer. Ilustración: Hugo Horita

      Lugur esperó a que se enfriara el café; en rigor, prefirió dilucidar la expresión de su esposa antes de beberlo. El rostro de Adela denunciaba cierto malestar: como si algún comportamiento de Lugur, desconocido para él, la hubiera irritado. No habría más remedio que hablar, o escucharla.

      Pero no quería arruinarse el primer sorbo de café del día. Prefería incluso arrojar el contenido frío de esa taza por la rejilla de la pileta de la cocina, y prepararse otro cuando la discusión hubiera amainado.

      En más de veinte años de matrimonio y dos hijos, Lugur había aprendido que las discusiones pasaban; pero un café mal bebido arruinaría su jornada.

      - Tengo que decirte algo -anunció Adela.

      Los músculos del estómago de Lugur se tensaron.

      Rocío, la menor, de 19 años, entró repentinamente en la cocina, y tanto Lugur como Adela impostaron cierta normalidad, o falta de intencionalidad en sus miradas.

      La muchacha los saludó con un buenos días y en cuanto clavó los ojos en su propia taza de café, Adela le hizo una seña a Lugur de que salieran. En el patio, al fondo, podían hablar sin ser escuchados. Lugur encendió un cigarrillo para justificar esa posición en la casa. Nunca fumaba por las mañanas. Pero aquella mañana quizás fuera necesario hacerlo.

      - Llegó la hora de decirte una verdad -comenzó Adela.

      Lugur ni siquiera imaginaba cuál sería esa noticia personal.

      Por supuesto, todas las adivinanzas eran lamentables. Pero ninguna coincidía con alguna sospecha previa.

      - Todos estos años -detalló Adela, hizo una pausa, y descerrajó-, fueron un ejercicio teatral.

      Lugur apagó el cigarrillo. De todos los desastres posibles -lo previsible, lo terrorífico, lo patético, una tragedia griega o una tragicomedia italiana-, esa revelación no la había catalogado. Era una irrupción tan inesperada que incluso en algo lo alivió. Su pregunta no fue original: - ¿Cómo un ejercicio teatral?

      - A los veinte años, cuando nos conocimos, yo integraba el grupo de Teatro Vital.

      Adela buscó con la vista un punto invisible en el cielo manso, ni gris ni celeste, en un clima indeterminado.

      - Si quiero ser totalmente sincera -siguió-, yo integraba el grupo de Teatro Vital, y por eso nos conocimos.

      - Nunca escuché hablar de ningún Teatro Vital -tartamudeó desconcertado Lugur-. Nosotros nos conocimos en la clase de Geografía del profesor Ervind; vos preguntaste si la historia y la geografía...

      - Sí, sí -reconoció Adela-. Lo dijimos un millón de veces. Pero yo ya te había seleccionado. Yo ya participaba del Teatro Vital. Había que elegir una pareja, un novio, un marido. Alguien con quien hacer la vida.

      - No entiendo -mintió Lugur-.

      Entendía, le costaba aceptar.

      - Nuestro noviazgo, nuestro matrimonio, esta vida... fueron parte de un ejercicio teatral.

      - ¿Los hijos? -preguntó con un hilo de voz Lugur-. ¿Rocío? ¿Nacho?

      Adela asintió en silencio. Lugur creyó que se le crisparía el gesto, que confesaría entre lágrimas. Pero ella solo repitió, impasible: - Un ejercicio teatral.

      Lugur estalló en una carcajada que lo sorprendió.

      - ¿Y ahora cómo sigue? -consultó, como si el exabrupto le destrabara la garganta.

      - Ahora ejerceré mi oficio -apuntó Adela-. Esa es mi vocación. Seré actriz. Estoy preparada.

      20 años de vida pasaron en un instante por la memoria de Lugur. Cada situación había sido una ficción. El sufrimiento de los partos, el sabor de las comidas, la tranquilidad de un viaje por el río a solas. El momento en que se había creído rey. Todo una farsa.

      - Pero... ¿eso en qué nos involucra a nosotros? -insistió Lugur, y aclaró: -Me refiero a Nacho, a Rocío, a mí.

      - No lo sé -informó Adela-. Cada uno deberá tomar sus propias decisiones. Yo me voy a Finlandia. Allí interpretaré los clásicos de las sagas escandinavas: es nuestro trabajo de maestría. Hay todo un elenco.

      - ¿Hombres también? -preguntó sintiéndose estúpido Lugur.

      - Claro -confirmó Adela.

      - ¿Y los chicos? -los infantilizó Lugur, buscando llegar al corazón de madre.

      - Decirles la verdad -replicó Adela-. Se la podés decir vos, se la puedo decir yo. Pero ya no creo que los vea. Durante los próximos diez años, es probable que no vuelva por acá. La parte de actuación en escenario es muy exigente.

      - Ellos podrían ir a visitarte -murmuró Lugur.

      - A su propio riesgo -desafió Adela-. Biológicamente, son mis hijos. Pero mi relación real con ellos es como la de cualquier actriz con los personajes que hacen de su familia en una serie. Tratá de pensar en eso: como si fuéramos La familia Ingalls, pero fuera del set.

      - No lo puedo pensar -reconoció Lugur, y emitió una risa apagada y triste-. Necesitaré otros veinte años para asimilarlo.

      - No es tanto tiempo -relativizó Adela-. Somos jóvenes. Y ahora más: porque inicio mi vida.

      - Los chicos... -musitó Lugur.

      - Ya son grandes -desestimó Adela-. Ellos también deben tener sus cosas. No creo que les importe tanto.

      Lugur se llevó la mano a la cara. Se tomó la mandíbula. Decidía a toda velocidad.

      - ¿Cuándo te vas?

      - No me puedo quedar ni una hora más -dijo ella-. Es parte del ejercicio.

      - Vení conmigo a la cocina -declaró Lugur- Despertamos a Nacho. Les repetís todo lo que me acabás de decir, y te vas.

      Adela asintió.

      Lugur se encendió el segundo cigarrillo. Aquella mañana sí era para fumar, después de todo.

      WD


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      Marcelo Birmajer
      Marcelo Birmajer

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