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      La caída de los hombres oscuros

      Arthur Miller por dos en la Avenida Corrientes “Todos eran mis hijos” y “El descenso del Monte Morgan” permiten observar dos obras bien distintas del gran dramaturgo de la posguerra. El análisis del fenómeno.

      La caída de los hombres oscurosCLAIMA20100610_0060 Todos eran mis hijos La obra fue escrita en 1947 y la actual puesta fue dirigida por Claudio Tolcachir. La historia de un hombre que es una máquina de facturar.
      Redacción Clarín

      En el antojadizo mundo de las denominaciones, Buenos Aires alberga un “ Palermo Hollywood ”. Así, en el vasto espectro teatral porteño podríamos decir que la ciudad tiene, en este momento, una “ cuadra Arthur Miller ”. En plena avenida Corrientes, al 1300, frente a frente, dos obras del dramaturgo norteamericano enriquecen el panorama de la cartelera porteña: Todos eran mis hijos (Apolo) y El descenso del Monte Morgan (Metropolitan). Por el azar y/o la causalidad, estas piezas, cada una a su manera, no hacen sino recordar al ávido espectador, la vigencia de uno de los grandes autores teatrales del siglo XX.

      Todos eran mis hijos es una de las primeras obras de Miller, estrenada por primera vez en Nueva York en 1947 con dirección de Elia Kazan. Fue llevada al cine dos veces, en 1948 y en 1987. Aquí, la protagonizan Lito Cruz, Ana María Picchio, Esteban Meloni y Vanesa González, entre otros, y la dirige Claudio Tolcachir. En la vereda opuesta está El descenso del Monte Morgan , que fue escrita en 1991, en la última etapa de su vida y, en la Argentina, es la primera vez que sube a escena, en este caso, con Oscar Martínez, Carola Reyna y Eleonora Wexler, encabezando un elenco que dirige Daniel Veronese.

      ¿Cuál es el secreto de la vigencia de este autor, ahora multiplicado en la escena porteña? “Es indiscutible la calidad y la vigencia de su obra. Es un deleite para directores y para actores. Es un hacedor político, un creador de herramientas para pensar de otro modo al hombre como ser social, pero desde el escenario. Su obra presenta una claridad a veces difícil de encontrar en textos con semejante profundidad. Por algo fue elegido en una encuesta como el mejor dramaturgo del siglo XX”, explica Veronese.

      Por su parte, Claudio Tolcachir apunta: “Todo Miller está atravesado por una ideología de la responsabilidad. Esa es su doctrina: cómo los actos personales que cada individuo realiza modifican al resto de la sociedad. Uno es siempre uno y su entorno, y Miller cuestiona todo el tiempo los hechos que se realizan en nombre de la defensa de la familia, la religión o el país. Se pregunta siempre cuál es el limite”.

      En Todos eran mis hijos , Joe Keller es un rico comerciante, padre de familia, casado con Kate, que vive aferrada a la esperanza de volver a ver a Larry, uno de sus hijos, piloto de avión, desaparecido en acción durante la Segunda Guerra. Su otro hijo, Chris, es el heredero natural del negocio de su padre. Pero la vida de los Keller se verá afectada con la llegada de Anne y George, dos hermanos que guardan un secreto que les cambiará la vida a todos. La responsabilidad civil de cada individuo, en este caso, es uno de los ejes de la obra. Miller fue desde sus inicios, un gran inquisidor de la naturaleza humana y un punzante crítico del llamado “sueño americano”.

      Casi 50 años después, y desde otro ángulo. cuando escribe El descenso...

      , se hace evidente cómo el cinismo ha ganado terreno. En esta obra, el protagonista es Lyman, un agente de seguros, bígamo. Pero la bigamia es apenas la excusa para profundizar en las relaciones humanas, en los lazos sentimentales que este hombre trazó con sus dos esposas, Theodora y Leah (con cada una tiene un hijo). Pero de esa historia particular salta, una vez más, a lo universal, cuestionando ciertos valores de la cultura occidental y judeocristiana, que permiten a los espectadores de cualquier lugar del mundo, sentirse identificados, por momentos, con sus criaturas por más enmascaradas que parezcan.

      “Como en todos los clásicos del teatro se repiten en sus obras tres valores preciosos: solvencia constructiva, una idea libre de cualquier simplificación moral de época y alguna metáfora poderosa, siempre, que le da entidad mítica a su esencia”, dice Mauricio Kartun, dramaturgo argentino, explicando el fenómeno.“Sus ideas son siempre de una apertura extrema y sus personajes más queribles, antihéroes lejos de cualquier maniqueísmo, con lo que nunca pierden vigencia. Además, en lo mítico es donde esté probablemente su fuerza mayor: figuras poéticas poderosísimas que tocan siempre en algún núcleo occidental sensible. La caza de brujas en Las Brujas de Salem , que se vuelve con los años la gran metáfora sobre la persecución política, por ejemplo”, explicar el autor quien conoció a Miller personalmente en una visita que el norteamericano hizo a Buenos Aires en 1993.

      “En una charla, contó cómo cada una de sus obras se alimentó siempre del mecanismo de la paradoja. Tal vez la del tipo que paga la última cuota de su casa el día de su entierro (como en su clásico La muerte de un viajante ), sea la más poderosa y la más corrosiva del sistema de vida americano que ha dado el teatro. Creo que esta nueva del hombre de dos familias que desarrolla en El descenso del Monte Morgan nos habla de su perseverancia con aquel mecanismo poético”.

      Para Daniel Veronese, esta obra es muy particular por ser una de las pocas comedias dramáticas que escribió Miller. “Pero aún así muestra, como en anteriores trabajos, su preocupación por los mandatos sociales. Es una crítica afilada a los valores conservadores que terminan manejando nuestras vidas. Un alegato contra el puritanismo, contra la rigidez que la sociedad -occidental sobre todo- arrastra como valores rescatables y defendibles. Nos enfrenta de una manera inteligentísima a las pautas sociales dadas como válidas, con los que tenemos que convivir día a día. A mi humilde entender es un Miller auténtico”, señala el director, quien también realizó la adaptación. “Convengamos que es una obra que presenta muchas variantes de lo real o de lo que el protagonista presenta como su realidad del momento. Ayudó mucho encontrarme con un grupo de trabajo fascinado con la obra”.

      Claudio Tolcachir, quien a su vez realizó la adaptación de Todos eran...

      para esta puesta, cree que la coincidencia del mismo autor en la escena local tiene que ver con el eje de la responsabilidad, que aquí y ahora, se resignifica. “El texto de Miller resuena más allá de la anécdota por todo lo que pasó en la historia, en todo el mundo, desde que él lo escribió. El tema de la memoria, de la justicia, de los roles, nos hace pensar: ¿qué es peor: un cómplice o un distraído? Nos muestra que no actuar también tiene sus consecuencias. No creo en lo casual. Cuando un tema o un autor resurge así, están hablando de algo”.

      Según su productor, Daniel Grinbank, “siempre tuvimos fe en el proyecto. Se buscó que la puesta tuviera vigencia y dinámica también desde la actoralidad. Creo que el hecho de esta simultaneidad de sus obras provoca un efecto multiplicador muy interesante”.

      Coincide con ese concepto Pablo Kompel, productor de El descenso ... “Miller es un autor que nunca baja de cierto grado de inteligencia para analizar el comportamiento humano. En este caso, es un planteo casi existencialista el que realiza. Y funcionan ambas obras, cada una con su particularidad, porque uno, espectador, puede identificarse con los personajes. Es la magia de los grandes autores”.

      Más allá de la anécdota, Buenos Aires tiene su propia historia con el autor estadounidense, que forma parte de la rica tradición teatral porteña. Y Kartun lo recuerda así: “ Tito Cossa, entre otros autores argentinos, menciona a Miller como el gran modelo, el tipo que les voló la peluca en los ‘50 mostrando una forma teatral distinta, gozosa y de notable capacidad comunicadora en lo ideológico. Si pensamos que la escritura de Cossa tuvo luego, a partir de los ‘60, tantos epígonos habría que considerarlo a Miller, acá, como el abuelo de unos cuantos”.

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