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      Modern Love: Mi alegato por un sexto lenguaje del amor

      Para una familia siria, destrozada por la guerra, un grupo de chat de Whatsapp -lleno de videos graciosos y, a menudo, fotografías que no debieron tomarse- lo es todo.

      Modern Love: Mi alegato por un sexto lenguaje del amorBrian Rea para The New York Times

      Según el escritor Gary Chapman, hay cinco lenguajes del amor:

      palabras de afirmación, tiempo de calidad, recibir regalos, contacto físico y actos de servicio.

      Me gustaría añadir un sexto —llamémoslo “intimidad de WhatsApp”— para personas como mi familia ampliada y yo, que nos queremos con desesperación pero, a causa de la guerra, no podemos estar juntos.

      Somos de Siria.

      Cuando era pequeña, pasaba los veranos en Damasco, entre la casa de mis padres y el departamento que compraron cuando nacimos mi hermano y yo, y los inviernos en Estados Unidos, adonde habían emigrado.

      Pero todo terminó de manera abrupta cuando estalló la guerra.

      Yo solo tenía 8 años y veía cómo mis padres se esforzaban por hablar por teléfono con los familiares que se habían quedado en Siria.

      Sus llamadas eran breves, concisas, a riesgo de ser engullidas por la ansiedad y lo indecible.

      Lo primero que hice cuando me di cuenta de la realidad fue recuperar el álbum de fotos que mi madre y yo habíamos hecho del que sería nuestro último verano allí.

      Para mí, Siria había existido menos como país que como una serie de casas pertenecientes a personas como mi tía, mi tío y el primo tercero de mi madre, a quienes no les gustaba que te sentaras en los sofás con la ropa de fuera.

      Cuando mi madre y yo miramos la última foto del álbum, en la que aparecemos mi padre, mi hermano y yo en el aeropuerto de Damasco en medio de nuestro montón de valijas, despidiéndonos de la cámara con la mano, se echó a llorar.

      No podíamos saber entonces lo inquietantes que serían nuestros juguetones ademanes de despedida.

      A medida que pasaba el tiempo y la guerra se instalaba en los huesos del país, nuestras familias necesitaban una manera menos seria y más constante de mantenerse en contacto que superara las limitaciones (y los silencios tensos) de las llamadas telefónicas.

      Así empezó nuestro chat familiar de WhatsApp.

      Yo no participé al principio; no tenía edad para tener mi propio teléfono.

      Pero recibía actualizaciones de mis padres, que me enseñaban las fotos y los videos que compartían los miembros de la familia.

      Por nuestra parte, mi madre y mi padre buscaban fragmentos de nuestras vidas en Estados Unidos que merecieran la pena compartir:

      todo lo ordinario se convertía de repente en extraordinario.

      Nuestro viaje por ruta de Nueva Jersey a Massachusetts.

      El agujero en la media de mi hermano que dejaba un único círculo de su pie marrón con suciedad.

      Tomar esas fotos era una alegría; los detalles de nuestras vidas adquirían una mayor importancia.

      El hecho de que hubiera hecho puré un aguacate perfectamente maduro o dibujado una cara en nuestra caja de Kleenex merecía ser documentado.

      Ir al supermercado se convirtió en una búsqueda muy documentada, ya que grabábamos videos de los ingredientes de la cena de esa noche.

      “Nos gustaría que estuvieran aquí con nosotros”, decía mi madre en árabe, el idioma común de nuestra charla de grupo.

      “‘Yallah’, ven para que puedas comer un poco de esto. Tenemos salsa”.

      Cuando cumplí 14 años, conseguí mi propio teléfono y pude unirme al chat de grupo de WhatsApp, un verdadero momento de mayoría de edad para los niños de la diáspora.

      Allí pude disfrutar de la presencia de mi familia siempre que quise, compartiendo mi día tanto como quise y apagando el teléfono cuando ya era suficiente.

      Al principio pensé que tener un modo de conectar con mi familia sería divertido, pero con rapidez se convirtió en otra tarea de mi lista de tareas diarias: lavar los platos, doblar la ropa, enviar una nueva y emocionante calcomanía al chat para comunicarles que, de hecho, no los he olvidado.

      Si tienes familia, pero nadie puede verla, ¿existe realmente?

      Esa era la pregunta que acechaba tras nuestras constantes respuestas, susurrada bajo el interminable zumbido de nuestros teléfonos.

      Había un miedo al olvido que se escondía en la clasificación de nuestros días y pensamientos interiores:

      no responder al grupo era quedarse congelado en el tiempo.

      Y aunque había momentos en los que me aburrían las conversaciones ordinarias que manteníamos, también comprendía que el aburrimiento era parte de la gracia; significaba que teníamos la suerte de contar con la seguridad de la rutina.

      A veces mis tíos y tías llevaban la comunicación constante demasiado lejos, enviando fotos de sus piernas magulladas (por chocar con las mesas) o de sus narices ensangrentadas (por el calor seco), poniendo sus heridas bajo una iluminación perfecta.

      Otras veces miraba mis mensajes por la mañana y me encontraba una foto de un jugo derramado con la siguiente leyenda:

      “Se me acaba de caer el jugo :( ”.

      Pero incluso en esos momentos de dolor o torpeza, mi familia lo convertía en un deseo de unión diciendo:

      “Que Dios nos vuelva a reunir para que pueda ayudarte a limpiar tus derrames”.

      O “Espero que un día estemos todos juntos para asegurarnos de que ninguno de nosotros vuelva a hacerse daño”.

      Los deslices y los errores se producían, según ellos, por falta del calor familiar.

      Nos faltaba su hechizo, su protección, sus poderes reparadores.

      Cuando más miembros de la familia pudieron escapar de Siria, instalándose en Turquía, Canadá y Arabia Saudita, nuestra charla de grupo se transformó en un lugar donde celebrar bodas, “baby showers” y funerales.

      Cuando mi prima se casó en Estados Unidos, ella y su marido se turnaron para “bailar” con su madre en Siria, girando en la pantalla al ritmo de la música, que crepitaba y chisporroteaba a través del altavoz del iPad hasta llegar a la casa de su infancia.

      Cuando otra prima tuvo su primer hijo, vio cómo su hija llegaba a conocer a sus abuelos como personas que podían conjurarse y colocarse sobre mesas, dejarse caer y desconectarse.

      Cuando murió mi tío, quedó congelado durante días como su último mensaje, una foto de su gato echando la siesta en la ropa limpia, antes de que la avalancha de nuevas conversaciones lo apartara de la vista.

      Cuando llegó la pandemia, que obligó a todo el mundo a encerrarse en casa, gran parte del mundo recurrió a FaceTime, iMessage, Zoom y WhatsApp para jugar online, ver una película juntos, probar cosas nuevas y documentar sus experiencias.

      En los primeros meses de aislamiento, entre preguntas del tipo “¿Qué haces para estar conectado?” que se planteaban continuamente en mis sesiones de Zoom de la escuela, recordé todas las veces que en los últimos once años había tenido que aprender lo que significaba hacer de internet un hogar.

      Como cuando mi primo y yo teníamos 12 años y queríamos jugar a un juego de mesa a través de Skype, en un desesperado intento por tener las noches de juegos que una vez habíamos celebrado como rutina en Siria.

      Cada uno con un tablero, nos movimos y matamos a los jugadores del otro, creando dos partidas del mismo juego.

      Cuando íbamos por la mitad, mi madre entró en escena y dijo que Skype había invertido la pantalla.

      “En realidad no están jugando al mismo juego”, dijo riendo, y tanto mi primo como yo plegamos nuestros tableros y terminamos la llamada.

      Mientras otros intentaban encontrar un sustituto para sus besos y abrazos, o para las noches que pasaban cocinándose la cena unos a otros durante la cuarentena, nosotros seguíamos haciendo lo que llevábamos años aprendiendo a hacer:

      crónicas de nuestras vidas en casa en WhatsApp, encontrando amor familiar en los aspectos más mundanos de nuestros días.

      Sabíamos que seguir conectados no consistía tanto en ansiar encontrar algo que decir a los demás como en llevarlos contigo mientras vivías tu vida, buscándolos en el jugo derramado y las várices.

      Si amar es una necesidad humana, yo he satisfecho esa necesidad en mi mundo desconectado mediante imágenes de fragmentos de libros y narices sangrantes, textos sobre nacimientos y defunciones, preguntas sobre qué programa de televisión ver y por qué una olla a presión es mejor que otra.

      Y he satisfecho las necesidades de otros, muy distantes, pensando en ellos mientras transcurren mis días, en lo que experimento, siento y creo.

      Documentando mi vida para ellos. Llevándolos conmigo.

      Si amar es una necesidad humana, entonces mi experiencia del amor sonará para siempre como ponerme los auriculares durante un viaje en micro y escuchar los mensajes de voz de mi tía, sabiendo que estaba profundamente dormida en su lado del mundo.

      Siempre tendrá el sabor de los almuerzos escolares que fotografío y comparto, sin importar lo poco apetecibles que me resulten cuando los como.

      Y olerá para siempre como los zapatos gastados sobre los que envío mensajes de texto, cuyas suelas se deshicieron a mitad de camino, o como el café arábigo del que mi tío me envía calcomanías, deseándome buenos días a la 1 de la madrugada, mi hora.

      Si amar es una necesidad humana —y sé que lo es—, entonces se parece fielmente al chat de mi grupo familiar de WhatsApp:

      sin filtros, generoso, caótico, aburrido y, en muchos sentidos, un acto de fe.

      c.2023 The New York Times Company


      Sobre la firma

      Layla Kinjawi Faraj

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