¿Un país al margen de la ley?

“Hecha la ley, hecha la trampa”, “cumplir con la ley... hasta donde se pueda y según convenga”, forman parte de un sentido común que nos identifica como una sociedad con bajo apego a las normas, poco menos que rasgos característicos de una identidad disociada entre lo que decimos que hacemos y lo que hacemos verdaderamente.

Desde la transgresión a las normas de tránsito, y el incierto valor de nuestra moneda al bajo cumplimiento del pacto fiscal entre Estado y ciudadanos -tributación a cambio de servicios y bienes públicos garantizados-, sin hablar de las pequeñas corruptelas a los grandes desfalcos, lo que predominaría en esta descripción es una pronunciada tendencia a la ilegalidad, o a la a-legalidad.

No es que no haya leyes. Nuestro andamiaje jurídico es colosal, somos un portento de legislación, jurisprudencia y derechos consagrados en la letra cuyo cumplimiento, o incumplimiento, según el caso, da lugar a toda clase de parches, atajos, excepciones, mecanismos y legitimidades supletorias, eufemismos para acomodar el poliedro de nuestra realidad social al cubo de la legalidad instituida. El asunto es la relación entre las ideas jurídicas y la mentalidad social y los comportamientos colectivos. No solo qué leyes hacemos sino qué hacemos con esas leyes.

Este lunes 1° de mayo se cumplieron 170 años de la sanción de la Constitución nacional de 1853, nuestra “ley de leyes”. Entre 1930 y 1983 fue quebrada una y otra vez. Y su cumplimiento, lo sabemos, es hasta hoy siempre materia de excepciones y emergencias.

Carlos Nino, uno de los juristas que más influencia tuvo en los primeros años de la recuperación democrática, como asesor y consejero del presidente Raúl Alfonsín, en la fundamentación de los juicios de lesa humanidad y de la reforma constitucional, abordó el tema en Un país al margen de la ley, libro publicado hace 30 años y cuya reedición ahora (Siglo Veintiuno) impresiona por su tremenda actualidad. Su tesis está sintetizada en el subtítulo: “La anomia como componente del subdesarrollo argentino”: la extendida cultura del desacato a las normas tiene altos costos económicos, sociales y políticos.

Nino, fallecido tempranamente a los 50 años en 1993, señala las consecuencias dañosas de la ajuricidad pero muestra de qué manera la cooperación es socialmente beneficiosa, argumenta a favor de la adopción de ciertas normas que permitan esa cooperación, y, finalmente, de acordar “en forma consciente y deliberada atenerse colectivamente a esas normas generando una dinámica de interacción eficiente”.

Frente a un supuesto antagonismo entre quienes consideran al Estado de Derecho y la división de poderes como fórmulas superfluas, tramposas o superadas, estorbos en el ejercicio del poder, o en las libertades de las personas, y quienes proponen cosas que significan en la práctica el desmantelamiento de esas instituciones y el cercenamiento de derechos, el planteo apunta aquí a expandir el debate público, hacer más racional el proceso de justificación mutua, y dar más oportunidades de participación en las decisiones, en condiciones de igual libertad, a los afectados por ellas.

Suena algo abstracto, pero acaso no lo sea tanto.  “La única esperanza de superar esta tendencia a la ajuricidad en la Argentina es mediante el mismo proceso de deliberación pública que es consustancial a la democracia”, concluye Nino. ¿Estaremos en condiciones de afrontar ese desafío? ¿O seguiremos siendo un país acostumbrado a vivir al margen de la ley?