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      Juan CruzEl revés y el derecho

      Barcelona vs. PSG: autobiografía de un desastre

      Crónica de expectativas y decepciones en torno a una amarga derrota en el campo de juego. Cuando lo que está en juego es algo más que la pasión futbolística.

      Fidel Sclavo

      Nunca había habido tanta gente en el estadio provisional en el que el Barça, mi equipo desde que yo tenía once años, jugó el martes su desgraciado partido ante el PSG de París. Muy pronto las caras de jóvenes que seguramente iban por primera vez a ver jugar a su equipo, alentados por la posibilidad de que en casa se cumpliera el fin de un maleficio, eran las mismas que uno puede imaginar si es aficionado de cualquier otro equipo, deposita en él las ilusiones que se derivan del amor a unos colores o, simplemente, ha sido y es barcelonista desde la infancia.

      Las ilusiones provenían de un milagro, que el Barça de ahora, el de Xavi Hernández, entrenador provisional por su propia decisión hasta que acabe la temporada, ganó por tres a dos en la sede del equipo que dirige un exbarcelonista, Luis Enrique, que como futbolista primero fue del Madrid y luego vistió los colores que este martes contribuyó a machacar. Con todo merecimiento, se ha de decir en seguida.

      En aquel encuentro de París hubo algunos hechos que hicieron que el equipo azulgrana abrigara ilusiones que luego fueron tan defraudadas como las ambiciones de los niños pobres antes de saber que los reyes magos no existen. Antes del partido parisino Luis Enrique se burló (luego diría que había sido de broma) de las capacidades de su colega del Barça para quitarle a los suyos el cetro que ostenta en primer término Mbapé, y pasó algo más, lejos del campo, pero que tenía que ver con lo que iba a suceder en el campo.

      El exportero argentino, legendario cancerbero del Atlético de Madrid, conocido como el Mono Burgos, dijo en un coloquio televisivo algo sobre uno de los futbolistas punteros del Barcelona, Lamin Yamal, que fue tomado a mal por quienes dirigen el fútbol en las distintas instancias convocadas al importante partido. Dijo Burgos que claro que tenía que jugar bien ese muchacho, de origen africano, que aun tiene dieciséis años, y que es una revelación rutilante del fútbol, porque de eso depende que un día no tenga que pedir en los semáforos.

      Hubo protesta multilateral, y Burgos fue desposeído de su recién estrenado título de comentarista en la principal emisora de televisión de España. El partido se jugó, Lamin Yamal fue el más rutilante de los futbolistas, el Barça jugó como los ángeles, si es que los ángeles pueden ser punto de comparación deportiva, y el Barça y lo que esto supone, aficionados que no conocemos a los directivos, ni somos de Barcelona, ni vamos a ganar con esa victoria sino la alegría que nos viene desde las ilusiones de la infancia, sentimos que la vida renacía, que el Barça nos hacía regresar a la época aquella de Pep Guardiola cuando hasta los madridistas aplaudían en su estadio el fútbol de leyenda de Ronaldinho.

      Casualmente Ronaldinho estaba entre los espectadores que, en el estadio del que es titular el PSG, aplaudieron al muchacho al que desmejoró el Mono Burgos.

      Con esa ilusión, la de ganar, la de haber ganado, la de poder ganar, vivimos desde entonces, hizo este martes una semana. De hecho, yo mismo vivo así, como tifosi azulgrana, al menos desde que tenía once años y escuché por la radio el partido que es mi propia leyenda personal. En aquel entonces, en un estadio de Berna, el Benfica portugués le disputaba al Barcelona de Ladislao Kubala (con Di Stéfano, el gran futbolista de aquella época) el cetro europeo, que por otra parte sería casi siempre del equipo de Di Stéfano, el Real Madrid.

      En esa ocasión acompañaban a Kubala, por ejemplo, don Luis Suárez, leyenda mayor del fútbol español, y un portero muchas veces infalible que fue Ramallets, un hombre de rostro triste y de manos divinas.

      El partido pasó a la leyenda del fútbol como uno en el que jugaron los postes y lo hicieron a favor del conjunto portugués, en el que entonces lucía otra leyenda europea y peninsular, Eusebio. La derrota barcelonista fue 2-3, y el partido entró en la leyenda azulgrana de la mala suerte.

      Este muchacho que entonces vivía con dolor y lágrimas, de las de verdad, las lágrimas de un niño, aquel desastre, afrontó de manera parecida el nuevo horror de Montjouich, la sede en la que ahora el PSG hizo que el Barça viviera otro episodio oscuro de su historia.

      En aquella ocasión, ante el desastre de Berna, yo decidí no salir de casa por varios días, pues no hay peor burla que la que propicia, en los contrarios, una derrota de estas características, ni hay mejor solución para solventar las consecuencias morales de la tristeza que escribir de ella. Y eso hice, escribí.

      Aquel desastre ante el Benfica lo viví en casa, era un niño, podía dejar la escuela con cualquier pretexto, y me puse a escribir. Ignoro qué haría entonces, en qué papel de los que habría en casa conté las razones morales de mi llanto, qué dije de Kubala, qué de Eusebio, qué de Ramallets. Sé, sin embargo, qué pasó ahora, qué hubo durante y después de esta defraudada lección de fútbol que fue la presente desgracia de Montjuich.

      Ahora, adulto y viejo, venía de un trabajo que me llevó al otro lado de Europa, a Bulgaria, cuya capital, Sofía, tiene una catedral bellísima en la que vi persignarse a jóvenes y a viejos, y aunque yo no caí en esa tentación he pensado luego que quizá un rezo le hubiera venido bien a la suerte de mi equipo, que luego sería tan vapuleado…

      Volví para el partido, era demasiado importante la ocasión, era casi una final, el Barça que fue de Luis Enrique se iba a vengar de Luis Enrique, y de Dembèlè, que fue promesa azulgrana y ahora se burla de nosotros en el PSG… El fútbol mezcla venganza y alegría, excita grados distintos de la mezquindad o de la grandeza humana.

      Llegué a casa exhausto, porque antes de sentarme a mirar la pantalla (¡que no funcionaba, hasta que el dios de la televisión se apiadó de mi!) hube de participar en un programa sobre un surrealista español, Francisco Nieva. En la nevera no había nada, sino un panetone italiano, así que con hambre de futuro me comí el presente con el primer susto, el más simbólico de este partido cruel, desesperado.

      Al uruguayo Araújo, encargado de seguir a Mbappé por la cancha, lo expulsó el árbitro en uso de su arbitrismo, y esa carambola que siempre se produce en los campos de juego para fastidiar a tu equipo se puso en marcha con un daño colateral que me partió el alma.

      Ese daño colateral fue la sustitución del adolescente Yamal, elevado a las tinieblas de la grada para hacer entrar a otros de mayor envergadura que apuntalaran una defensa que al fin fue un coladero por el que los franceses de Luis Enrique hicieron pasar el indudable talento de sus figuras, entre ellas la del maldito Dembélé, que cuando era azulgrana parecía tan indolente, fané y descanyado. En este partido, además de marcar y de asustar, sonreía, y reía, a mandíbula batiente.

      No dejé que el partido terminara; aunque el televisor había vuelto en sí, a pesar de que el panetone arregló mi estómago, a pesar de que en casa había algunos libros de poesía que podían atajar mis lágrimas de derrota, ponerme a escribir este texto igual que, cuando tenía once años, ante un desastre parecido, pero debo decir que menos humillante, me puse a escribir sobre cualquier papel la naturaleza real, infantil, de mis lágrimas. Lamin, cuando se iba del campo, fue visto por la cámara en una actitud parecida. Esa noche todos los barcelonistas fuimos Lamin Yamal. Y todos perdimos la ilusión, las lágrimas y la paciencia.


      Sobre la firma

      Juan Cruz
      Juan Cruz

      Especial para Clarín

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