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      Buscar, ese afán de los mortales


      El hombre siempre había soñado con vivir cerca del mar. Cuando se jubiló se compró una casa sencilla en una localidad costera, dejó la gran ciudad y se mudó. Me lo crucé un día de invierno en el que había viajado con mi familia a aquella playa. En cientos y cientos de metros no se veía a nadie entre los médanos y el agua.

      Sólo estábamos nosotros y, de repente, apareció el hombre. Tendría unos sesenta y cinco años y caminaba despacio, llevando en su mano algo que yo supuse era un bastón sofisticado aunque, lo supe después, se trataba de un detector de metales. Miraba hacia abajo, buscando.

      “Durante el verano, la gente viene enjoyada y pierde collares, anillos, relojes y otras cosas de valor”, nos explicó cuando la curiosidad me llevó a interrumpirlo y preguntarle sobre su misteriosa actividad. “Todavía no encontré nada pero es cuestión de paciencia y, de todos modos, el andar le aporta bienestar al cuerpo. Caminando voy a vivir más”, aseguró.

      La paradoja de la fe en el azar. El encuentro me recordó un cuento de Isidoro Blastein de finales de los sesenta en el que dos desempleados crean el emprendimiento “La felicidad Sociedad Anónima” para satisfacer el anhelo de la gente de encontrar objetos deseados. Y, mucho más acá, la novela de Franco Vaccarini de 2015, “Maldito vacío”, sobre Nelson Cazip, un tipo que tiene una existencia monótona que, como por arte de magia y luego de escuchar latir la tierra con un simple “scuchuf”, encuentra dinero, una y otra vez, a medio metro de sus zapatos.


      Sobre la firma

      Laura Haimovichi
      Laura Haimovichi

      lhaimovichi@clarin.com

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