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      La charla pasó a mejor vida


      Ninguna originalidad: ya no se charla mucho. En la era de nunca, nadie, nada; en tiempos de sordos, ciegos, mudos y locos, aburre la fila de enchufados a los auriculares sound max formato mini o vincha con orejeras de sopapa gigante en la soporífera odisea del transporte público. “Perdón, ¿bajás?”. “Pts, pts, ¿bajás? “¡¡¿Bajásss?!!”. Llevan anteojos de sol para la sombra. El dedo índice franeleando el smart, en la vez número ochocientos mil que repite el mismo gesto en el día.

      Busca lo obvio: ser y estar (online). Tal vez, lo improbable: novedades. O lo imposible: un cambio. O juega al de las frutitas. (Acá seguro me gano un par de enemigos). De los que ningunean me copan más los extrovertidos con la música del celu al mango, total a nadie le jode.

      De última es una convocatoria auditiva. Porque el “otro”, tan teorizado en variados recintos académicos, se está haciendo pelota. Parece una obstaculizante masa de persona situada, por esas cosas de la vida, en un tiempo y espacio fatalmente compartidos con “muá.” Era distinto (mejor, no sé). De chicos, en esas primeras salidas sin adulto, nos pesaban los charlatanes, abuelas en general.

      Daban lata en el asiento doble del bondi. Sin pudor extraían data confidencial: tu edad, el oficio de tus padres, hermanos sí o no, que si la escuela te gusta, tan chiquita viajando sola y qué lindos ojos que tenés, nena, son de mamá o de papá.

      Por mayores, eran inimputables. Su pasión era el diálogo.

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      Sobre la firma

      Irene Hartmann

      ihartmann@clarin.com

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