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      Federico JeanmairePasiones argentinas

        Don Quijote y el amor masculino

        Sobre hombres que se vanaglorian de la belleza de su amada frente a una rueda de hombres. Y más.

        Eterno. Don Quijote y las costumbres masculinas que se repiten.

        Luego de liberar de sus ataduras al joven Andrés para al rato dejarlo otra vez a merced de su desalmado patrón, casi al principio de la historia, don Quijote se encuentra por el camino con un tropel de hombres y les advierte que no pasarán sin antes jurar que no existe en el mundo mujer más fermosa que su señora Dulcinea del Toboso. Los hombres le responden que primero tendrían que verla para después poder afirmarlo, don Quijote les asegura que alcanza y sobra con sus dichos, los hombres se niegan a hacerlo una y otra vez y nuestro héroe, algunas líneas más adelante, terminará muy maltrecho en el suelo.

        La escena plantea un par de cuestiones interesantes acerca de la relación entre los varones y el amor.

        Al menos un par.

        La primera de las cuestiones.

        Llevado a cualquier otro ámbito, el encuentro muestra a un hombre vanagloriándose de la belleza de su amada frente a una rueda de hombres. Una costumbre masculina bastante ordinaria. Bastante común. No alardea de la inteligencia o de los logros de esa mujer, solo fanfarronea acerca de su belleza. Los hombres que lo rodean se niegan a jurar que es la más fermosa, él se enoja, espolea a Rocinante, el caballo tropieza, nuestro hidalgo cae al suelo y ahí lo muelen a palos. Ocurre en el camino. Hace más de cuatro siglos y con don Quijote como protagonista. Sin embargo, me da la impresión de que una escena más o menos similar todavía podría ocurrir cualquiera de estos días en una esquina o en un bar de Buenos Aires.

        Por defecto, la segunda de las cuestiones que plantea la escena refleja también lo masculino de su concepción.

        Se trata de un asunto íntimo, el amor.

        De una intimidad incomunicable.

        Imposible de contarse a otros varones en un bar de Buenos Aires o en medio de un camino manchego a principios del siglo XVII. En rueda de hombres, quizá pueda explicarse con algún éxito el manubrio fantástico de una moto Harley-Davidson o la velocidad increíble que alcanza un auto en cualquier autopista o el maravilloso gol que hicimos el día anterior en la canchita del barrio, pero nunca el brillo de unos ojos o la sonrisa enorme que llena toda la cara de una mujer. Jamás podrían explicarse. Por eso la fácil referencia a la belleza y el absoluto silencio respecto de los verdaderos motivos del amor.

        No nos alcanza con nuestra propia vida para vivir. Necesitamos de las vidas de los demás. Andan por ahí animales mucho más fuertes que los animales humanos. Animales poderosos que nos someterían en segundos si nos encontraran solos en medio de la selva.

        Por eso, también, el amor.

        Para compartir lo que sea que haya que compartir. Para defendernos de nosotros mismos y de los demás. Para que las bestias que andan por ahí no nos coman. Y para que, sobre todo, la soledad de la vida no sea tanta. Aunque, claro, en charla con otros varones, los hombres no podamos explayarnos acerca de eso sino exagerar la fermosura de nuestra amada.

        Federico Jeanmaire es escritor. En Instagram: @federicojeanmaire


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