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      Aquellas piletas del tiempo feliz

      Hoy no hay que esperar el verano para tirarse a la pileta, pero allá lejos y hace tiempo, en la prehistoria de los amenities, existían las que se armaban en los patios y se emparchaban si se rompían. Ollas y cubos de lona con agua de distintos tamaños para chapotear. Estaban las del nombre del personaje de cómic amigo de Cachirula, de lona o vinílico, aunque muchos se divertían jugando con baldes y manguera, como si fuera carnaval. El agua era gratis y no se medía. Muchos chicos y grandes que deseaban refrescarse se conformaban con tachos y palanganas. Piletas de material sólo tenían (tienen) los ricos. O los que podían (pueden) pagar una cuota de club para dar largas brazadas y nadar con estilo. En el tiempo del que hablo no existía el filtro solar porque no se había agujereado el ozono. La gente se enchastraba con aceite o sapolán y el alivio para el ardor por las quemaduras llegaba con el tomate sobre la piel, fuera de la mata y sin culpa. Mucho antes del cambio climático, las estaciones del año eran cuatro, como las de Vivaldi, y estaban bien diferenciadas. La pileta era al aire libre y sólo se disfrutaba en las vacaciones. Ningún piletero narraba el oficio y la vida pileteril como hoy lo hacen algunos expertos en el tema, en crónicas especializadas que difunden a través de las redes sociales.

      El resto del año, la piscina se vaciaba y era un juntadero de hojarasca y cadáveres de insectos, la nostalgia con verdín de la felicidad, el húmedo y descascarado testimonio de una diversión que se había terminado aunque podría volver.

      Laura Haimovichi

      lhaimovichi@clarin.com


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      Laura Haimovichi
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