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      Betina González
      Betina GonzálezPasiones argentinas

        Sueños no, por favor

        Contados, nunca son interesantes más que para quien los soñó o para su analista. “Anoche soñé con vos” es una frase más alarmante aún porque en ella el soñante te comparte algo tan íntimo que da miedo.

        "La gente insiste en hacerte parte de su pedacito de oscuridad como si se tratara de una especie de tesoro a descifrar", dice la autora de la nota .Foto Shutterstock.

        “Te voy a contar lo que soñé anoche” es una frase que enciende todas mis alarmas porque los sueños contados nunca son interesantes más que para quien los soñó o para su analista. Sin embargo, la gente insiste en hacerte parte de su pedacito de oscuridad como si se tratara de una especie de tesoro a descifrar.

        “Anoche soñé con vos” es una frase más alarmante aún porque en ella el soñante te comparte algo tan íntimo que da miedo. ¿Seré un monstruo en su inconsciente? ¿Revelará quien sueña lo que de verdad piensa de mí sin darse cuenta? Mejor que se lo guarde, pienso siempre, pero igual escucho porque, ¿quién se puede resistir a una aparición estelar en los deseos y frustraciones de otro?

        Cuando un escritor cuenta el sueño de un personaje en una novela corre un riesgo: reproducir la lógica del inconsciente, ordenarla en una historia “coherente” desarma toda su magia. El cine, en el otro extremo, está mucho más cerca de poder hacerlo porque el montaje de escenas audiovisuales guarda una familiaridad de fábrica con el de nuestra cabeza. Será por eso que Hitchcock contrató a Dalí para que diseñara las secuencias que mostraban la pesadilla recurrente del protagonista de Spellbound (y que contenían, hábilmente encriptadas, las claves para resolver el misterio de la trama). El problema es que la pesadilla que construyó Dalí duraba veinte minutos y hubo que reducirla a dos para que entrara en la película, lo cual prueba que contar lo que hace nuestra cabeza cuando dormimos no es fácil, ni siquiera para un genio de la pintura. Quizás se necesiten horas de imágenes y palabras para traducir los dos segundos de amor o de terror que nos ocurren mientras dormimos.

        Mi narradora favorita de pesadillas es Clarice Lispector. “Aquel sueño fue como un hechizo triste. Empezó en el medio. Había una jalea que estaba viva. ¿Qué sentía la jalea? Silencio. Viva y silenciosa, la jalea se arrastraba con dificultad por la mesa, bajando, subiendo, lentamente, sin derramarse”, cuenta en una de las crónicas que publicó en los 60s. Tiene un final imprevisto en el que Lispector transforma un sueño común y corriente en un gran relato de horror.

        Borges decía que tenía dos pesadillas recurrentes: el laberinto y los espejos. Por supuesto, no le creemos, seguro que soñaba lo mismo que todo el mundo. Si algo llama la atención en el relato de los sueños es que todos son bastante parecidos. No somos originales en esa área. En el inconsciente, somos todos iguales: nos caemos, nos falta un diente, papá usa una máscara de lobo, todas secuencias y metáforas ya clasificadas por los analistas al punto del aburrimiento. Casi es preferible la lista que equipara sueños y números para jugar a la quiniela o las teorías que pensaban que hay un mensaje en clave, solo para nosotros, proveniente de otros planos u otros seres, en las trivialidades que nos acontecen mientras dormimos.

        Gaston Bachelard, que escribió mucho de este tema, desliza una idea espeluznante. Dice del soñante: “durante la noche, se cree él mismo y es cualquiera”. Al dormir somos otro, un genérico, uno más. Como si hubiera un plano de existencia donde perdemos todo eso que llamamos personalidad y nos volvemos una especie de silueta vacía, intercambiable por cualquier otra.


        Sobre la firma

        Betina González
        Betina González

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