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      Luchó cuerpo a cuerpo, y aún sufre los efectos

      Infante de Marina y comando, José realizó misiones de sabotaje. Y acabó peleando a bayoneta calada en Monte Tumbledown. Le quedaron los nervios destrozados.

      Redacción Clarín

      José Galbán lleva la guerra encima: con los nervios destrozados y las arterias cerebrales desfibriladas como consecuencia de los gases tóxicos que inhaló en los combates, desde 1982 su cuerpo se sacude sin control, camina con dificultad y le cuesta hablar. Dicen que tiene la enfermedad de Corea, bautizada así por los sobrevivientes de la guerra de 1950 en ese país. Eso sí; con cada movimiento, su pecho repleto de medallas tintinea como un monedero. José nació hace 60 años en San Pedro, pero se crió en La Plata. Era un pibe bravo: la escalada de travesuras lo convirtió en alumno pupilo de un estricto colegio (“me daban como en la guerra”, sonríe hoy, y no queda claro si se trata de una fina pincelada de humor negro o si ni siquiera reparó en el sentido profundo de sus palabras), con el que un día fue a visitar la Ciudad Deportiva de la Boca. “Justo había una formación de infantes de Marina. Lucían impresionantes. ‘Yo quiero estar ahí’, le dije a papá.” Lo dejaron. Tenía 14 años.


      Hizo cursos de comando, de paracaidismo, de buzo táctico, de alta montaña y antiinsurgencia. Aprendió con Aldo Rico, con Mohamed Seineldín. “Me tocaron unos nenes…” susurra Galbán. Junto a una selección de infantes y comandos de varios regimientos llegó a Malvinas el 3 de abril. Era cabo principal. Lo acomodaron en Monte Tumbledown, 15 kilómetros al oeste de Puerto Argentino. Desde ahí partió a varias misiones de reconocimiento o de sabotaje. “Ibamos en patrullas o solos, para desgastar a los británicos”, dice.


      Pero eso no sería nada. La guerra abriría sus fauces para engullirse a José en la noche del 13 de junio, cuando los ingleses desataron el asalto final sobre Puerto Argentino. “Bajaban de los montes Harriet, Longdon, Two Sisters. Salían de todos lados. Eran dos regimientos completos. Del miedo, mis rodillas empezaron a sonar como castañuelas”, dice José, la mirada fija, las pupilas que se hunden en algún lugar tenebroso del pasado. Y entonces el relato salta a otra dimensión: “El combate empezó con granadas, pero cuatro veces terminamos luchando cuerpo a cuerpo, como los romanos. Cuando la bayoneta encontraba un cuerpo, la sangre inundaba todo y hacía que el fusil se te resbalara, tenías que agarrarlo fuerte para defenderte con el siguiente. Y aplicar todas las técnicas de ataque y defensa extremos”, relata Galbán. Y cuenta detalles dantescos, terribles. “Así se defiende a la Patria”, comenta como al pasar.


      Había poco por hacer. “Aguantamos hasta la mañana, cuando ellos tiraron bombas que explotaban a 30 metros de altura y hacían llover brasas sobre nosotros, como el napalm. El olor era como el de una tarta de almendras cocinándose. Así quedé”, sonríe. Y cuando calla, su cuerpo desajustado sigue hablando por él. La guerra había terminado, y en el resto de la isla ya se hablaba de uno de los dos combates más sangrientos.


      Todavía faltaban cinco meses duros como prisionero de guerra –a los comandos no les reconocían los derechos de la Convención de Ginebra–, caminando sobre campos minados para demarcarlos, trabajando en la limpieza de la ciudad y algunos campos de batalla. De regreso, estuvo 15 días bajo interrogatorios de inteligencia. Y después, cuatro años internado. “Me hicieron de todo, a ver si me podían sacar esto”, dice. Su mujer, mamá de su hijo, lo dejó atrás. Pero una de las enfermeras que lo cuidó en aquel tiempo se enamoró de él. Ahí está ahora, acariciándole la espalda.