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      El fusilamiento de un grupo de guerrilleros sin juicio ni ley

      El fusilamiento de un grupo de guerrilleros sin juicio ni leyÚltima foto. La sacó Emilser Pereira, del diario Jornada. Muestra a los guerrilleros rendidos con sus armas entregadas, en el aeropuerto que coparon.

      En la peor matanza de la dictadura de Lanusse, 19 guerrilleros que no habían podido escapar del penal de Rawson fueron fusilados a sangre fría en una base de la Marina en Chubut.

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      “Esperábamos una resistencia feroz, pero son unos patoteros, todos de la misma calaña. No pelean, son cagones”. El lamento de un oficial del Cuerpo 8 de Infantería, al mando de 500 efectivos, especializado en lucha antiterrorista, en diálogo reservado con un teniente coronel de apellido Muñoz, jefe de Operaciones del Ejército en Chubut, fue escuchado en el lugar por el periodista Ernesto Luis Fossati, enviado de Primera Plana a la provincia sureña, y publicado en la edición 499 de la revista, el 22 de agosto de 1972 (págs. 6 y 7), cuando nadie imaginaba lo que pasaría esa misma jornada, con la publicación ya en los puestos de venta.

      El representante del semanario, quien en 1976 sería uno de los primeros desaparecidos de la dictadura del gremio de prensa, también contaría el incidente en el cual su colega Horacio Finoli, entonces en la agencia AP, resultaría herido en una pierna y otro periodista le reprocharía con cautela el hecho a un responsable militar, cuya respuesta marcaba el clima de época: “¿De qué se quejan? En Vietnam mueren periodistas todos los días. Esto es Vietnam”.

      El jefe del cuerpo antiterrorista había llegado unos días antes al penal de Rawson, uno de los considerados de “máxima seguridad” en la Argentina, en las áridas estepas patagónicas, a 22 kilómetros de Trelew. Lo habían llevado hasta allí los sucesos del 15 de agosto, uno de los hasta entonces más audaces golpes guerrilleros, culminado con la fuga de seis altos jefes de tres organizaciones armadas que jaqueaban al entonces presidente Lanusse. Todo había comenzado con el motín de más de un centenar de prisioneros en esa fortaleza carcelaria de la dictadura, que entonces gobernaba con mano férrea un país en estado de insubordinación guerrillera y hastío cívico.

      Por orden del presidente Lanusse en la prisión estaban alojados “presos políticos” (militantes sociales, cuadros de la guerrilla, sindicalistas combativos, protagonistas de paros y movilizaciones que zamarreaban la institucionalidad pretendida por los jefes militares), trasladados allí tiempo antes por cuestiones de “seguridad de Estado”, ante los crecientes golpes terroristas que desde 1970 los grupos armados venían ejecutando con éxito.

      Frecuentes robos a bancos, ola de secuestros extorsivos a poderosos empresarios con suculentos botines y cualquier delito que les reportara plata y fierros para la “toma del poder”, como auguraban las consignas en los agitados mítines de la dirigencia combatiente, cada vez más acompañada por una juventud con ánimos revolucionarios.

      No la tenía fácil Lanusse. En una atmósfera que favorecía la simpatía juvenil por la lucha armada, pretendía que, desde su madriguera del exilio madrileño, el astuto zorro fundador del peronismo repudiara los golpes terroristas que desestabilizaban al gobierno militar. En particular dos, cometidos por el ERP con apoyo de las FAR: los del empresario automotriz italiano Oberdan Sallustro y el jefe del III Cuerpo de Ejército, General Juan Carlos Sánchez, ambos acribillados el 10 de abril, con pocas horas de diferencia. Lanusse necesitaba ese aval: algunas organizaciones decían que mataban a nombre de Perón, como si se tratase de una ofrenda para acelerar su regreso a la Argentina.

      Los dos caudillos del Ejército habían iniciado un áspero y sinuoso diálogo en procura de pacificar al país y preparar el gradual retorno del sistema democrático, sin el peronismo proscripto. Desde Madrid sólo se escucharía la voz aflautada de José López Rega, secretario privado de Perón en los últimos años del exilio, un personaje entonces de poca monta: “El General no tiene nada que decir”.

      En privado, con interlocutores lanussistas, Perón explicaba que su repudio personal no tenía sentido, ya que él “no podía controlar” a los grupos insurgentes, que se manejaban según su propia dinámica política y su estrategia militar. Además, el viejo caudillo no tenía contacto directo con ellos. No mentía, pero Lanusse no aceptaba esa respuesta. Estaba convencido de que se trataba de una maniobra de Perón para desgastar a los militares e imponer las reglas del juego político en danza.

      Aquel 15 de agosto de hace cincuenta años, al planificado cobijo de la revuelta carcelaria de la totalidad de los presos, 25 prisioneros del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias) y Montoneros lideraban una fuga espectacular que terminaría con seis altos jefes guerrilleros en Chile (Santucho, Gorriarán Merlo y Mena, del ERP; Quieto y Osatinski de las FAR; y Vaca Narvaja, de Montoneros).

      Los guerrilleros que lograron huir secuestraron un avión de Austral y lo desviaron a Chile.Los guerrilleros que lograron huir secuestraron un avión de Austral y lo desviaron a Chile.

      Los otros 19 no pudieron llegar por minutos al jet Bac One Eleven de Austral, que finalmente debió despegar con una fuga a medias. Miguel Bonasso en su libro “El presidente que no fue” (por Héctor Cámpora, de quien en el retorno democrático sería su jefe de prensa) contaría así el escape de los seis comandos: “Llegaron al aeropuerto cuando el avión con 96 pasajeros a bordo ya estaba carreteando y lo hicieron detener, desde la torre de control, diciendo que le habían metido explosivos a bordo. Entonces al ver que los evadidos estaban en el aeropuerto, tres guerrilleros disimulados entre el pasaje se levantaron de sus asientos y apretaron a la tripulación. A los pocos minutos, los seis fugados subían a la cabina y ordenaban esperar unos minutos para ver si llegaba el segundo contingente de 19 combatientes”.

      En ese grupo, demorado por una imprecisa coordinación, venían Ana María Villarreal, mujer de Santucho, y Susana Graciela Lesgart, mujer de Vaca Narvaja. Ya en la cabina del avión, los jerarcas de la guerrilla le pondrían una 45 en la sien del comandante de la aeronave, al tiempo que lo urgían a diseñar una nueva hoja de ruta: “Vamos a Chile, a Puerto Montt”. El piloto del avión quiso mostrarse enérgico: “No tenemos combustible suficiente”. La respuesta le heló la sangre: “Es eso o esto”, lo amenazó Santucho martillando la pistola 45.

      Cuando el avión despegaba, llegaban los 19 guerrilleros restantes en taxis y remises. Desde la cercana base naval Almirante Zar alertaban a la torre de control sobre aviones cercanos que pretendían aterrizar en esos momentos: “Que no lo hagan, el aeropuerto está tomado por extremistas”, repetía el mensaje de los marinos. Los principales jefes, ya en libertad, no habían elegido Chile sólo por la cercanía o la escasa reserva de combustible. Del otro lado de los Andes gobernaba la Unidad Popular, coalición de partidos de izquierda que había alcanzado el poder por vía democrática con el socialista Salvador Allende como presidente de la República.

      El “operativo Trelew” inspiró a los cuadros más radicalizados de la izquierda armada y del peronismo montonero. Fue un golpe con el fulminante poder de un rayo: en sólo 25 minutos, entre las 18:05 y las 18:30 de aquel día, lograron motorizar un barullo en el penal que permitió a los verdaderos protagonistas de la maniobra concretar la fuga masiva. El coronel del Ejército Luis César Perlinger, quien dialogaría en el aeropuerto con los comandos insurgentes que no pudieron llegar al avión (15 hombres y 4 mujeres), diría: “He conversado con ellos sobre mi Ejército y el suyo. Tengo la convicción de que son profesionales, pero no en un sentido peyorativo. No son inconscientes que andan a los tiros por ahí. Saben cuándo deben matar, cuándo deben atacar, avanzar, retroceder o rendirse incondicionalmente”. Seis años antes, Perlinger había sido uno de los golpistas que desalojaban a Illia de la Casa Rosada, hecho del cual con los años se arrepentiría y dejaría constancia por escrito de ese error con una carta pública.

      La Base Zar, lugar de la matanza, fue declarado sitio de Memoria, Verdad y Justicia en 2015. Foto Archivo ClarínLa Base Zar, lugar de la matanza, fue declarado sitio de Memoria, Verdad y Justicia en 2015. Foto Archivo Clarín

      Los guerrilleros varados conservaban como podían la actitud de combate, pero pronto serían rodeados por un enjambre de militares armados hasta los dientes. Sólo aspiraban a ganar tiempo y evitar cualquier maniobra que obstruyera el vuelo de los calificados comandos en escape. Sabían que lo único que les quedaba era rendirse. Eso hicieron a las 23:15, cuando tuvieron la certeza de que sus compañeros ya habían aterrizado en suelo chileno.

      Los recapturados pactarían las condiciones de la entrega con el capitán de corbeta Luis Sosa, jefe de la Base Aeronaval Almirante Zar de Trelew, donde serían trasladados. De inmediato pidieron la presencia de un juez, un médico y periodistas para una conferencia de prensa. Susceptible, el marino Sosa reaccionaría mal: “¿Ustedes me están acusando de torturador?” Le contestaron que sólo pedían garantías. El juez federal de Rawson, Alejandro Godoy, constataría el buen estado físico de los 19 cuadros. La conferencia de prensa duraría 50 minutos, en los cuales los guerrilleros harían una apología de su accionar y de sus objetivos, pero a la vez sembrarían alertas y dudas sobre su seguridad luego de la recaptura.

      Aquel escape de Rawson, y sobre todo la matanza posterior en Trelew, apenas una semana después, marcaría a fuego a una generación, estremecería a la opinión pública y dejaría aún más comprometida a la dictadura lanussista. Algunas de las técnicas empleadas por los guerrilleros para la fuga, que describió en detalle el historiador y periodista Marcelo Larraquy en su libro “Primavera Sangrienta/Argentina 1970-1973/un país a punto de estallar”, como cavar túneles y sacar con sigilo la tierra para esparcirla en los alrededores del edificio penal, fueron réplicas casi idénticas a las que había mostrado “El Gran Escape”, una joya del cine bélico que contaba la historia de la huida de un grupo de oficiales Aliados de un campo de concentración nazi.

      En el sur patagónico, la realidad era otra. El hostigamiento y las amenazas se repetían a diario en la Base Almirante Zar, un pabellón que en la zona de celdas tenía un pasillo estrecho, de 1,80 metro, con cuatro calabozos de un lado y seis del otro. El maltrato psicológico también era parte del paisaje. El poeta y guerrillero Francisco “Paco” Urondo, en su libro “La Patria Fusilada”, recogería el testimonio del jefe de Inteligencia montonero Ricardo Haidar, desaparecido en Brasil en diciembre de 1982, según el cual un guardia todas las noches recorría las celdas al grito de “Vamos que nos vamos”. La consigna indicaba que todos los prisioneros debían recluirse en las celdas porque terminaba su turno: él era el único que podía irse a su casa.

      Los recapturados empezaban a presentir que pronto sufrirían represalias violentas para vengar la muerte del guardiacárcel Gregorio Valenzuela, ocurrida en la fuga a medias del 15 de agosto en Rawson. No faltarían las ráfagas de metralla en la noche, cerca de los pasillos de las celdas, sin blancos humanos, con fines intimidatorios. Las requisas se volvían cada vez más frecuentes y terminaban con los cuerpos desnudos de los cautivos, expuestos a temperaturas bajo cero. Los guardias les prohibían a los reclusos hablar entre celdas o entre presos de un mismo calabozo.

      En el pasillo se amontonaban unos diez soldados con armas largas. A lo que había que agregar la presión de interrogatorios incisivos, siempre de noche, a partir de las 2 de la madrugada, para no dejarlos dormir. Los testimonios coincidirían en señalar al marino Roberto Bravo como el más sádico de los encargados de custodiar los calabozos.

      Aquel calvario psíquico pronto se volvería un infierno terreno y la Base Almirante Zar se convertiría en una mazmorra de sangre y muerte. El 21 de agosto el presidente democrático Chile, Salvador Allende, le confirmaba a su par argentino, el dictador Alejandro Agustín Lanusse, que no concedería la extradición de los seis jefes de la guerrilla que habían escapado de Rawson: en cambio, los había autorizado a volar a Cuba.


      La matanza

      La Junta de Comandantes argentinos se reuniría de urgencia en Buenos Aires, en estado deliberativo. A las pocas horas, en la helada madrugada de la Base, las puertas de las celdas se abrirían sin motivo aparente, mientras los guardias, furiosos, con insultos y gritos, urgían a los prisioneros para que salieran al pasillo. Algunos ni siquiera pudieron cumplir la orden. Las ráfagas de metralla se disparaban una y otra vez sobre los presos desarmados y aún con el sopor del sueño encima. Fue una matanza.

      En su citado libro Larraquy lo contó así: “El martes 22 de agosto a las tres y media de la madrugada, los guerrilleros detenidos fueron despertados a los gritos. Les ordenaron formar en fila, cada uno al lado de su celda, en silencio, con la vista al suelo y el mentón sobre el pecho. El capitán Sosa y el teniente Bravo revisaron la formación…un cabo de guardia comenzó a disparar y luego los suboficiales y oficiales continuaron…”

      El velorio de tras de las víctimas en la sede del PJ en la Capital, terminó en una feroz represión.El velorio de tras de las víctimas en la sede del PJ en la Capital, terminó en una feroz represión.

      Según fuentes coincidentes, Bravo habría liquidado a varios con un tiro en la nuca, dentro del calabozo, con las manos contra la pared. A la mañana siguiente, la nueva guardia se encontró con el espanto: sólo seis guerrilleros habían sobrevivido y serían trasladados al penal de Rawson para atención médica urgente. Tres morirían allí mismo y sólo tres serían llevados a un centro médico de Bahía Blanca. Allí sobrevivirían para dejar testimonio de semejante ordalía. Eran María Antonia Berger, Alberto Camps y René Haidar. Años después, ninguno de ellos podría escapar de las fauces de la dictadura de Videla: entre 1977 y 1982 se convertirían en desaparecidos. La lista de los fusilados el 22 de agosto consignó estos apellidos: Astudillo, Bonet, Capello, Delfino, Del Rey, Kohon, Lea Place, Lesgart, Mena, Polti, Pujadas, Sabelli, Suárez, Toschi, Ulla y Ana Villarreal de Santucho.

      En las horas siguientes, fuentes oficiales, en base a usinas alimentadas sobre todo por la Marina, darían tres versiones diferentes. Todas hacían eje en la responsabilidad de las víctimas, desde un nuevo intento de fuga hasta una amenaza con armas, hechos que nunca habían sucedido. Fue una pena de muerte sin ley ni condena. Un fusilamiento masivo. La sociedad no creyó las mentiras del gobierno, los medios fueron al principio cautos, aunque entrelíneas asomaban las dudas sobre la verdadera magnitud y sentido de la represión.

      Finalmente, el 25 de agosto la Junta de Comandantes decidió ofrecer la versión oficial definitiva. Lo harían con una perla simbólica de los roces entre Ejército y Marina por el episodio: el teniente general y presidente Lanusse dispuso que el anuncio lo haría el jefe del Estado Mayor Conjunto, el contralmirante Hermes Quijada, quien en cadena nacional daría crédito a los primeros trascendidos sobre que el preso Pujadas había hecho varios disparos con un arma arrebatada a un guardia, lo que habría generado un enfrentamiento a balazos en esa base dominada por la Armada. Como metáfora política, el parte se hizo público el mismo día que Lanusse le había impuesto a Perón como último plazo para regresar al país y poder considerarse candidato presidencial, sin ningún tipo de proscripciones.

      El Partido Justicialista cedería sus instalaciones de la Avenida La Plata, en Buenos Aires, para el velatorio de tres de los caídos: Sabeli, Capello y Villarreal de Santucho. La dictadura cerró filas con el Ejército y la Policía Federal: prohibiría a sangre y fuego toda expresión de duelo. La represión fue brutal. Disparos de metralla, gases, caballería montada, motocicletas, centenares de policías, perros. Una redada como para ir a combate intenso y no a disolver una manifestación.

      Hasta que una tanqueta Shortland despedazó la puerta del local partidario para llevarse los cuerpos al cementerio y diluir la protesta social. En tanto, grupos de militantes, con sus manos en alto, cantaban el Himno: el punto máximo del divorcio de la dictadura con la sociedad. Perón condenaría desde Madrid “los asesinatos” a cargo de los militares en el sur argentino. Lo contrario por lo que venía presionando Lanusse. Los guerrilleros, que habían sido repudiados por algunos crímenes de su admitida autoría, treparían en aquel momento, de modo súbito, en la consideración popular.

      Los dictadores habían errado el cálculo y la decisión. Las distintas fuentes castrenses no coincidirían de modo claro en que había sido un enfrentamiento. A su vez los medios pasarían a reflejar que las muertes de los prisioneros rendidos una semana antes había sido un fusilamiento en masa. Un hecho que no pasaría al olvido.

      Roberto Guillermo Bravo fue condenado este año por el fusilamiento por un jurado popular en Estados Unidos, país donde se exilió. Foto APRoberto Guillermo Bravo fue condenado este año por el fusilamiento por un jurado popular en Estados Unidos, país donde se exilió. Foto AP

      Así fue, así sería. En 2012, la Justicia, mediante el Tribunal Oral Federal de Comodoro Rivadavia, corroboraría la condena por “homicidio con alevosía” a responsables y ejecutores de la matanza. Más aún: el pasado julio, el único de los asesinos con vida, Roberto Bravo, aquel guardiacárcel inclemente, fue declarado culpable de tres de los fusilamientos por un jurado popular en un tribunal de Miami, donde se encuentra exiliado. EE.UU. sigue negando su extradición. Sin embargo, el brazo de la Justicia alcanzó a Bravo a sus 80 años. Aún hoy, medio siglo después, la memoria colectiva sigue registrando aquel episodio como una masacre. Y así fue archivado para la Historia: como la masacre de Trelew.


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      Osvaldo Pepe
      Osvaldo Pepe

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