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      Náufragos del peor golpe inglés: Sobrevivir al hundimiento del Belgrano y a la furia del mar

      Los colimbas Jorge Martínez y Raúl Ramírez integraban la tripulación del crucero hundido el 2 de mayo de 1982. Soportaron dos días en las balsas de emergencia, bajo las olas y el viento helados. De regreso al continente, les hicieron nuevos documentos antes de llevarlos a casa. Fue acertado: habían vuelto a nacer.

      Redacción Clarín

      En 1981, con un 930 en el sorteo, el inminente colimba Jorge Martínez partió de San Pedro con la certeza de que se sumaría a la Armada. Lo instruyeron en Puerto Belgrano, y lo incorporaron a la tripulación de uno de los mejores buques de la flota: el crucero General Belgrano. “Nos recibieron en la cubierta y nos repartieron los roles al azar. Me tocó ser artillero. Nos mezclaron de a dos con soldados viejos y nos asignaron un cañón cuádruple, disparaba increíble. Me pusieron como cargador de munición. Yo miraba y copiaba”, recuerda Jorge.

      Navegó y se entrenó durante nueve meses. Tras la recuperación de las Malvinas, el 16 de abril zarparon hacia Ushuaia, donde cargaron munición nueva. Salieron hacia las Malvinas. “El 2 de mayo fue un día raro”, dice Jorge. “En un momento, a la mañana, cambiamos de rumbo 180 grados, como si hubiera habido alguna alerta. Hace poco me enteré de que teníamos la orden de fuego libre, tirarle a lo que fuera”. A las 16:02, el primero de los dos torpedos disparados por el submarino Conqueror impactó contra el crucero. “Yo acababa de terminar mi guardia en el cañón, aún estaba en la cubierta, yendo hacia el camarote. El fuego avanzaba por los pasillos. Volví hacia el cañón, y quedé duro: la torre del barco estaba caída, y habían volado la proa”, repasa Jorge.

      El barco escoró de inmediato. Martínez corrió hacia su lugar en el zafarrancho de abandono de la nave y saltó sobre su balsa. Ahora venía lo peor. “Una ola gigante nos voló el cierre, y otra nos llenó de petróleo. El olor era inaguantable, igual que el frío”, dice. Por suerte para él, en aquella balsa subieron suficientes náufragos como para brindarse calor mutuo. Y no había heridos. “El que quedó a cargo era un suboficial antiguo, que mantuvo la cohesión y las consignas”. La noche trajo una tempestad fortísima. El 3 de mayo, la niebla formó otro mar encima del agua, y no se disipó en todo el día. Otra noche, otra tormenta. “La balsa empezaba a perder presión. Todos sabíamos que si no nos rescataban no aguantaríamos otro día. Milagrosamente, el 4 de mayo después del mediodía nos levantó el destructor Bouchard”. Se habían salvado.

      A toda velocidad, les cortaron la ropa con cuchillos, los bañaron y les sirvieron un pollo al horno antes de acostarlos. El buque siguió buscando náufragos todo el día, y el 5 de mayo los dejaron en Ushuaia: más comida, cigarrillos, abrigo. Un avión llevó a Jorge y sus compañeros a la base aeronaval Espora, en Puerto Belgrano, y de ahí los llevaron a Campo Sarmiento, donde les hicieron los documentos a todos. “A la tardecita nos cargaron en un micro Costera

      Criolla, y nos llevaron a todos, uno por uno, hasta la puerta de nuestra casa. Así recorrimos varias provincias. Yo vivía en el campo, y me dejaron en la tranquera. Increíble”.

      Dos meses después le dieron la baja, y Jorge regresó a su trabajo en el INTA de San Pedro, que aún conserva. Se casó con Liliana. Son felices.

      “¿Así que tuviste remis personal? Mirá vos qué suerte, che. Yo en cambio estuve en una guerra”, chucea Raúl Horacio Ramírez, un petiso divertido que funciona como la contrafigura perfecta del formal Martínez. “El Belgrano estaba en mi destino: me podría haber salvado de la colimba por mantener a mi mamá, pero no hice el trámite; podría haber ido a Prefectura, y no me presenté”, repasa. Y de golpe salta al 2 de mayo: “Acababa de afeitarme. Me había secado la cara, y cuando me enrollaba la toalla en el cuello tronó una explosión y tembló todo el barco. De inmediato se apagaron todas las luces. Salí corriendo. Los pasillos estaban inundados de humo, y sonaban gritos de dolor. Me tapé la cara con la toalla, y tardé diez minutos en llegar a la cubierta”, cuenta Raúl, que por un momento guardó la sonrisa. Sigue contando: que ayudó a bajar las balsas, que vio hundirse al Belgrano en 40 minutos, y que luego pasó las 46 horas más difíciles de su vida: “Tratamos de atar varias balsas para no perdernos, pero las olas cortaron las sogas y rompieron los cierres. Fue durísimo, me dolía la cabeza y tenía muchísimo frío. Después del primer día a la deriva, sabía que no aguantaríamos una segunda noche. Había decidido que si no nos rescataban me congelaría una mano y me cortaría las venas con la hojita de afeitar que todavía tenía encima”.

      El 4 de mayo lo levantó el buque hospital Bahía Paraíso. ¿Su primer trabajo a bordo? Reconocer los cuerpos de otros tripulantes que habían muerto de frío en las balsas. “Otro golpazo”, confirma. Como a Jorge Martínez, lo desembarcaron en Ushuaia, lo documentaron en Espora, y le dieron unos días de licencia. Sólo entonces su mamá supo que estaba vivo. “Tenía tanto miedo que ni siquiera había venido a buscarme cuando salimos. La primera noche que dormí en casa se largó una tormenta descomunal. A la mañana siguiente supe que mamá se había quedado toda la noche junto a mi cama, mirándome”, dice Raúl, y sus ojos se espejan por las lágrimas contenidas.

      De regreso se casó con Adriana ,y juntos tuvieron a Pablo, Agustina, Camila y Lucía. Hace diez años que trabaja como portero en una escuela. “Me encanta”, avisa. La sonrisa pícara volvió a su rostro.