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      Perseverancia de un espectador irrepetible

      En 2017 se cumplieron 25 años de la muerte del francés Serge Daney, uno de los críticos de cine más notables del siglo XX.

      Perseverancia de un espectador irrepetibleApuntador brillante. Fanático del cine, la corrida de toros y el tenis, Daney murió de sida en 1992, pocos días después de cumplir 48 años.

      El cine obliga a callarse cuando uno querría reaccionar ante algo visto u oído en la pantalla; es otra educación de las formas, de los modales. Algo de ese silencio forzado de millas de cine visto debe haber hecho de Serge Daney el perfecto verborrágico que fue. Y no es improbable que algo similar sucediera entre el requisito de estar sentado horas ante imágenes y su fanatismo por la caminata larga y conversada.

      Uno de los críticos de cine del siglo XX que más extrañará este siglo, Daney escribía en la sala –en su cabeza, en un cuaderno espiral– menos para tolerar una película extensa que para ampliar el tiempo, multiplicar los tiempos que propone una historia filmada. Escribía de un modo no menos fresco y brillante sobre tenis, sobre sus lapsos y decursos: “La duración de un partido depende de la capacidad de los jugadores de crearse ese tiempo suplementario que necesitan para ganar, de hacerlo surgir en algún rincón de una fase cualquiera del juego”.

      Sabía ver: notar y anotar. Los reflejos rápidos eran una cualidad que apreciaba del tenis y que practicaba en su tenis de mesa (la escritura) como si no necesitara pensar, al igual que los buenos jugadores. Hay muchas frases cortas en Daney, pero todas lo parecen. El desafío no era menor para quien creía que “eso es la imagen: lo que no hace falta decir”. Para ver –apuntar– hay que estar solo y uno siempre está solo ante una película, un destino.

      Repasemos los tiempos del viajero solitario Serge Daney: 20 años en Cahiers du cinéma, 10 años en el diario Libération y cinco años para crear la revista Trafic, en 1991, un año antes de su muerte. Para dimensionar la extensión de su sombra benévola basta decir que la sección final de 2x50 años de cine francés de Jean-Luc Godard se titula “De Diderot a Daney”. Otro efecto temporal: más pasan los años, más se extraña una voz irremplazable. Hoy releer sus notas sobre cine, televisión o tenis en Cine, arte del presente, El salario del zapeador y El tenista amateur, es un ejercicio de tímido espiritismo y mansa melancolía: revivir planos o partidos de hace 40 años. Pero él mismo se administraba el remedio contra los tentáculos del pasado: “Como a todos los melancólicos, me gusta el presente… El presente del cine, la corrida de toros, el tenis: tres cosas que siempre amé. Es un absoluto que pasa y vuelve a pasar, que nadie posee”. Son artes que licuan el tiempo para que una prosa ligera lo vuelva a componer.

      “Un cinéfilo es alguien que espera demasiado del cine”, decía Daney, pero es que el cine, en verdad, le había dado demasiado. ¿O no era por eso que creía que “hay que ser leal al rostro de lo que un día nos estremeció”? A lo largo de los años, Daney elucidó unas cuantas cosas. Tati y su rechazo del facilismo, Kurosawa y cómo en Dodes’ka-den “los personajes, a fuerza de gentilezas, se terrorizan más y más”, Mizoguchi y el modo en que su “relato empieza con la disonancia… cuando los movimientos empiezan a desincronizarse”, Sjöström y Straub como los únicos que filmaron el viento. Supo resumir, de paso, qué es caminar para Tarkovski, para Naruse, para Straub.

      La pregunta que Daney se hacía con relación al trabajo de Straub –cómo poner en escena el discurso en el cine– es el interrogante central del crítico. Con ese fin, era seductor alistar padrinos electivos: Rivette, Godard, Paulhan. Para un crítico quizá es más fácil –o cree que es más fácil– escribir para que lo admire alguien que él admira. (Son trucos ingenuos que se intentan, como otros, para dar con ideas). Sobre el teórico pionero André Bazin, Daney comentaba algo que todavía hoy es un espejo servicial: “sin pasión no escribía, y cuando escribía procedía con el método de aquel que quiere saber más acerca de su pasión y compartir ese ‘más’”. Ese más es la cifra de su voz: su estilo. Una voz oral adicta, no obstante, a la puntuación. La marca de un buen crítico, al contrario de lo que se pensaría, es que suelta comentarios sin calcular todas sus implicancias, o mejor dicho, sin encargarse de dilucidar orgullosamente los ecos lanzados. Quizá se daba para Daney, por otra vía, la estética del control incontrolado de Rivette. Él no quería ostentar inteligencia, sino descorrer pliegues inéditos: “no se consigue pensar sin hacer montaje”.

      Clarísimo para clasificar, Daney demostraba que se puede explicar o retocar magistralmente lo que no es propio. Capaz de mortales saltos intuitivos, preciosamente irracionales, de El hijo secreto de Philippe Garrel sostuvo que filmó aquello “que no habíamos visto nunca: la cabeza de los actores de filmes mudos en los momentos en que es el cartón negro del intertítulo, con sus pobres palabras iluminadas, lo que ocupa toda la pantalla”.

      Subrayaba de Buñuel que para este buscarle una explicación a todo es un vicio burgués. Acaso mofándose de sus propias interpretaciones, a sus ideas las llamaba “ingenuidades y obstinaciones” y deslizaba: “a un filme también lo podemos mirar”. (Es curioso contrastar esto con la época en que los Cahiers du cinéma discutieron la consigna “una película no se mira, se lee”). Fue un artículo de Rivette en esa revista, sobre el filme Kapo de Pontecorvo, lo que decidió el destino de Daney. A partir de esa conmoción no dejó de mirar la huella moral en la lente de una cámara. “Rivette me enseñó a no tener miedo de ver”, admitía quien años después lo entrevistaría al director de Paris nous appartient para un maravilloso documental de Claire Denis.

      El cineasta, según Daney, debe estudiar un cierto estado del cuerpo (la tensión cercanía-lejanía) y apuraba a su maestro. Pero Rivette prefería ver el cuerpo entero y reculaba ante el primer plano. (A propósito, en otra parte Daney señalaba que para Bergman si no es un primer plano ya se está demasiado lejos, y la manera en que Straub y Huillet hacen su valorización discreta de las partes neutras de un cuerpo: una rodilla). Vale la pena recordar, ya que estamos, que para Daney los primeros planos de Hiroshima mon amour estaban “entre esas cosas que me miraron más de lo que yo las vi”.

      Este peregrino tan impenitente como hedonista repetía “hay que reinventar la distancia” mientras agravaba su devoción por las postales. En menos de 50 años de vida le envió 1.500 postales solamente a su madre. Otro tanto a amigos y conocidos. Daney creía que el verdadero lenguaje de la amistad se daba en la carta postal: “La postal es ideal para mandar mensajes codificados o para darle a entender al otro que nos gustaría que entrara en tal o cual complicidad”.

      Otra cara de esa distancia era su imparcialidad. La de Daney era la de aquel capaz de robarles ideas a sus enemigos (si lo hubiera necesitado). Tal vez le daba vergüenza decir que algo no le interesaba; tal vez le parecía que de hacerlo le estaba dando excesiva importancia a su gusto frente a otros. En todo caso, era de los que cuanto más defiende a un director, más autorizado se siente a criticarlo. Y nada hace suponer que Daney creía que el mejor lector o crítico que somos –el más inteligente– aparece cuando sobreviene la decepción, sobre todo en una relectura o en una segunda visión de un filme.

      Daney miraba tenis como si fuera cine, y miraba cine trazando territorios, puntos perdidos, piques fuera de campo. Sobre un tenista sueco de los 80, apuntó: “El aburrimiento de Wilander se basa en que hipnotiza al rival (lo que a veces le da resultado) pero duerme al público... Es el jugador que provee gratis a su adversario un espejo falso en el que sacudirse”. Si pensamos en cierto cine exigente, donde dice rival podría leerse la palabra crítico.

      Incondicional del actor James Stewart, de los elefantes y de las conversaciones telefónicas, lector de poesía, este autodenominado cinefils (“el cine es la infancia”) no negociaba casi nada consigo mismo. “Es ese orgullo de niño huérfano que dice que la única persona cuya causa nunca abrazará jamás es él mismo. Porque quejarse es muy poco elegante. Porque sería admitir que pudieron lastimarme”, leemos en Perseverancia. Con todas sus orfandades a cuestas –jamás exhibidas como cucardas– nunca hubo en él esa cierta tristeza del crítico que a lo único que aspira es a decir algo.


      Sobre la firma

      Matías Serra Bradford

      mserrabradford@clarin.com

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