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      Juan Villoro, ante la ley paterna

      El escritor mexicano, con una obra que se mide con muy pocos en la literatura latinoamericana, vino a presentar La figura del mundo, un libro de memorias, y a ver la puesta teatral de La desobediencia de Marte. Ambos examinan el rol del padre y sus legados simbólicos.

      Juan Villoro, ante la ley paternaVilloro ganó el Premio Herralde con El testigo, en 2004, y el de la Excelencia del Premio Gabo 2022. Foto Maxi Failla

      Además de novelas como El disparo de Argón, El testigo, ganadora del premio Alfaguara, y Llamadas de Amsterdam, el mexicano Juan Villoro es el cronista extraordinario de El vértigo horizontal, y de libros sobre la pasión futbolística. El fútbol es una preocupación metafísica para este escritor, quizá una cifra de masculinidad que le ha permitido llegar a una audiencia muy amplia, por lo general esquiva a las narraciones con entramados de referencias literarias, como lo son las suyas.

      A esto suma la dramaturgia, con la reciente edición de Teatro reunido, que agrupa las piezas El filósofo declara, Muerte parcial, Conferencia sobre la lluvia, Cremación, La Guerra Fría y La desobediencia de Marte, estrenada en el Centro Cultural de la Ciencia (CC3), con la dirección de Marcelo Lombardero. Villoro estuvo una semana en Buenos Aires para acompañar esa puesta y también para presentar La figura del mundo, sus singulares memorias como hijo de Luis Villoro.

      Juan Villoro en la Embajada de México, de Buenos Aires
Foto: Maxi FaillaJuan Villoro en la Embajada de México, de Buenos Aires Foto: Maxi Failla

      Una breve infidencia. Cuando conocí a Juan Villoro, en México a mediados de los 90, él dirigía el suplemento literario del diario La Jornada. Aunque ya había publicado destacadas crónicas y ensayos –y me había demostrado que lo sabía todo sobre los libros y los zigzags biográficos extremos de Elena Garro, el motivo de mi consulta–, la referencia unánime en toda la ciudad fue que se trataba del hijo del filósofo, de quien muchos citaban con respeto su indagación precoz del indigenismo, y libros como El proceso ideológico de la revolución de independencia y El concepto de ideología.

      Ahora el último libro de Juan Villoro reconstruye el vínculo entre ambos, mientras recorre las decisivas décadas del 60 y 70 en ese México volcado al progresismo en todo el siglo XX pero traumatizado por la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas, de Tlatelolco, en 1968, siempre en tensión con el “ogro filantrópico” del PRI.

      Este es un tramo de nuestra conversación pública en el auditorio del CC3, el domingo 9 de julio.

      La figura del mundo es un libro sobre tu infancia y juventud, pero ante todo es una indagación del padre, un homenaje, con cierto ajuste de cuentas. El padre está en el centro de varias piezas teatrales.

      –No solo para mí, para la mayoría de los escritores el padre, la madre o los hermanos son figuras centrales. Nada tan apasionante y tan desconocido como los seres queridos, un inagotable vivero de sugerencias y provocaciones, incluso si operan por ausencia. En mi novela Arrecife, el chico perdió a su padre pero de él queda el rumor de que murió en Tlatelolco, en 1968, en la Plaza de las Culturas. El sospecha que este es un rumor heroico, destinado a darle un sesgo épico a un padre que apenas hizo lo que tantos, largarse de la casa. En mi teatro, curiosamente, está en la génesis de una obra publicada como El filósofo declara. Aquí se cambió el título por Filosofía de vida.

      Luis Villoro, en la Universidad de la Tierra, de San Cristóbal de las Casas, con el subcomandante Marcos, en 2008. Del libro "La figura del mundo", de Juan Villoro.Luis Villoro, en la Universidad de la Tierra, de San Cristóbal de las Casas, con el subcomandante Marcos, en 2008. Del libro "La figura del mundo", de Juan Villoro.

      –Fue un éxito de la calle Corrientes como no se veía en años.

      –Sí, estuvo casi dos años en cartel, con Alfredo Alcón, Rodolfo Bebán y Claudia Lapacó. Recuerdo que su título original surgió en un debate con mi padre. En cierta ocasión yo le dije a él esa frase, “el filósofo declara”, y él me corrigió: “el filósofo razona”... ¿Y qué pasa si lo detienen y declara ante la justicia? “¿Por qué habría de ir un filósofo a la cárcel?”, me retrucó. “Bueno, porque cometió algún tipo de delito, ¿no?” Y entonces me dice: “¿y qué delito puede cometer un filósofo?”. Entonces yo le dije espontáneamente, “un delito filosófico”. Pero eso es imposible... ¿Y qué tal si alguien mata a otro con un argumento? Ese sería un crimen filosófico; incluso, un asesinato perfecto, porque en realidad lo mataría por el argumento que su interlocutor es incapaz de responder. “Totalmente indefenso moriría –le seguí yo–; desesperado, al ver que ya no puede seguir argumentando, le daría un ataque. Legalmente, moriría de sí mismo, aunque el Filósofo lo habría incitado”. Esta era la clase de controversia que yo tenía con él. A mi padre la polémica le pareció absurda. La idea también está muy presente en La desobediencia de Marte.

      -En La desobediencia, el debate enfrenta a Tycho Brahe, astrónomo de la corte de Rodolfo II de Bohemia, con el joven Johannes Kepler. El planeta rojo no se comporta según los parámetros trazados por el hombre... En rigor, en la disputa implosiona la paternidad deseada.

      –Bueno, aunque allí la paternidad no se confirma, una de sus capas de sentido postula que, en esencia, la transmisión del conocimiento tiene que ver con el parentesco. Muchos grandes maestros han tenido un alumno devoto, el que continuará su obra. Lo vemos en todo el arte del Renacimiento. Muchos de nosotros hemos tenido padres sustitutos y no solamente en la ciencia, digamos, en el fútbol. Puede haber un padre en el entrenador, por ejemplo. En mis tiempos de periodista, compartí un partido del Mundial de Alemania con el eminente Carlos Bianchi, el entrenador de Boca. Estábamos en un espacio para comentaristas y, de pronto, a él le suena el teléfono. Le oigo decir, “Yo no soy tu padre, dejá de estar hablándome a mí de este tema”. Y cuelga, fastidiado. “¿Con quién hablabas?”, le pregunté. “Con Riquelme”, me suelta. El gran futbolista tenía una dependencia filial con el entrenador que lo había llevado de la mano a todas partes y de pronto estaba en la concentración de la Selección, sin su apoyo. Entre otros planos, existe la paternidad posible, o sea, no solamente tener un hijo, sino haberlo deseado. La transmisión se juega en la muy peculiar relación entre Tycho Brahe y Kepler.

      El astrónomo Johannes Kepler; heredó el cargo de Brahe como astrólogo en la corte de Praga.El astrónomo Johannes Kepler; heredó el cargo de Brahe como astrólogo en la corte de Praga.

      -Aquí, son las cosas que promueve la cercanía de la muerte. ¿A quién legar las bibliotecas?

      –La pregunta por quién es el más digno de recibir la herencia. Hay todo esto en La desobediencia, cuando se reúnen estos astrónomos del siglo XVII. Pero también hay otro lazo que vincula a los actores. Un detalle muy interesante es que Osmar Núñez, el gran actor que representa a Tycho, fue quien recomendó para el papel de Kepler a Lautaro Delgado. El director, Lombardero, le preguntó por qué. “Es que ya estuvimos juntos en una película donde yo hacía de su padre”. Todo se complejiza de una manera que a mí me parece virtuosa.

      -Agreguemos, aunque no esté en tu relato, que Kepler acaba heredando el cargo de astrólogo imperial de esa corte.

      -Luego de robarle las tablas astronómicas a Tycho... Pero es Kepler quien se convierte en uno de los principales astrónomos del 1600. Esta afiliación parental, entonces, no va en línea directa. Como tantas veces ocurre con los padres y los hijos, el padre quiere legar lo que él considera que sabe, pero el hijo no está tan de acuerdo con lo que sabe el padre. O mejor, quiere heredarlo pero para transformarlo. Entonces, la pugna entre los dos en cierta forma es la pugna entre la ciencia teórica y la ciencia empírica.

      -Muchos de estos motivos aparecen en las memorias La figura del mundo. Ambas giran sobre el tema de la distancia y la cercanía, no solo al hablar del cosmos. Tu padre siempre aparece vibrando entre estar lejos y cerca.

      –Algo de eso, yo no lo había pensado así. En La figura, mi padre era ambas cosas, el ser próximo que estuvo en la casa por un tiempo –se divorció de mi madre cuando yo tenía nueve años–, el más cercano a mí después de mi madre. Pero era alguien distante en muchos sentidos, muy refractario a los afectos. Un hombre sin historia, digamos, tenía una biografía sin vida, así la planteaba él. Era un filósofo a quien solo le gustaba razonar; entonces amaba a la humanidad pero no necesariamente a las personas. Cierta vez se lo pregunté. Si tú llegabas a él con una cuestión personal y querías compartirla, respondía: “Hoy estoy demasiado nervioso”. No le gustaba enfrentar las cosas, desviaba la charla hacia un campo de su interés y acababa pareciéndose a una pequeña clase. Una vez le pregunté, “¿cuál es tu pensador favorito de la Ilustración?” Sin vacilar, me dijo Jean-Jacques Rousseau.

      Gabinete astronómico del danés Tycho Brahe. Era el experto del rey Rodolfo II, en Bohemia.Gabinete astronómico del danés Tycho Brahe. Era el experto del rey Rodolfo II, en Bohemia.

      –El libro refleja una especie de amor extrañado. También aparecen padres sustitutos, sus amigos filósofos. Y afirmás que viste a tu padre más en los estadios que en su casa.

      –Es que, de pronto, él se vio teniendo que ocuparse de los hijos y no sabía qué hacer con nosotros. Tras el divorcio, necesitaba inventar actividades, entonces me llevaba al zoológico. Pero al rato ya todos nos aburríamos con los pobres animales enjaulados. Luego el cine nos gustó pero también había conflicto pues en México las películas nunca se han doblado; yo tenía la mala suerte de estar en el Colegio Alemán. Las películas apasionantes eran las de la Segunda Guerra, a mí me sorprendía mucho poder entender exclusivamente lo que decían los malos de la historia, dado que los buenos hablaban inglés o francés, las lenguas que hablaba mi padre. Luego un día me llevó al fútbol; a mí me cautivó y entonces él decidió que todos los domingos iríamos a un estadio. El sitio donde más lo vi en la vida fue los estadios de fútbol. Eso me asoció afectivamente con el juego. Muchas de estas cuestiones las descubrí al escribir el libro... Mi padre no era una persona que manifestara sus emociones, por lo tanto nunca me dijo estoy aquí porque me encanta que tú estés contento en un estadio, etcétera. Nunca lo verbalizó de ese modo sino que simplemente me llevaba. Cuando yo pude ir por mi cuenta con amigos, él dejó de ir. Hasta ese momento yo pensaba que era un hincha furibundo y por eso iba al estadio; pero advertí que él iba no más por ser padre, para acompañarme, lo cual me pareció importantísimo en esa iniciación masculina. Ha sido para mí uno de los grandes misterios de la identidad.

      –¿No era también una manera de ser mexicano, y de inducir en su hijo el sentimiento nacional?

      –Es que a mi padre, nacido en Barcelona y formado en Europa, le costó mucho trabajo volverse mexicano... Para él, fue una construcción muy importante. El era una figura que intervenía en los medios, fundó partidos políticos, estuvo en el Partido Mexicano de los Trabajadores. Llegó a un país que en principio no le gustó porque le pareció desigual, violento, corrupto, así que buscó asidero en algo que pudiera cautivarlo. Lo encontró en los pueblos originarios. En el pasado remoto de México, encontró ese país donde creyó entrever una verdad cancelada. Ya lo habían visto otros, claro, los frailes ilustrados, para empezar. Ellos, Fray Bartolomé de las Casas y Bernardino de Sahagún, encontraron una cosmogonía desconocida, lenguajes ricos, una poesía. Visiones del mundo y del tiempo totalmente diferentes. Pero cercanas, paradójicamente, al budismo. Hacia el final de su vida, esa historia larvaria del país cobró enorme actualidad tras el levantamiento zapatista, el EZLN, de Chiapas. El participó mucho allí; de hecho, está enterrado en Noventic, uno de los municipios zapatistas. Al comienzo, estudiaba a los mediadores de los indígenas, como los frailes ilustrados, luego esto llevó a una práctica de convivencia con ellos. Este arco es lo que quise retratar.

      –¿Cómo fue su compromiso político? Vos lo matizás en el libro con el tema de la trágica represión de 1968. El libro también hace repaso de la vida intelectual mexicana en el siglo XX.

      –Él integraba la Coalición de Maestros, el movimiento que impugnaba el poder autoritario del PRI, que gobernó México durante 71 años. La protesta, que realmente comenzó en junio de ese año, se fue caldeando hasta la marcha del 13 de septiembre. El gobierno decía que no se podía tener las calles así, ocupadas por revoltosos y comunistas, que querían impedir las Olimpíadas. El 2 de octubre fue reprimida la protesta en la Plaza de Tlatelolco. Con lo del movimiento estudiantil, los compañeros de mi padre en la Coalición fueron a dar a la cárcel. El se libró realmente de milagro. El libro también es un repaso de los movimientos sociales y la vida intelectual del país, regresando siempre a vida privada.

      "Me costó mucho trabajo terminar el libro precisamente por esa condición de padre, me ponía yo mismo a prueba todo el tiempo", dice Juan Villoro.
Foto: Maxi Failla"Me costó mucho trabajo terminar el libro precisamente por esa condición de padre, me ponía yo mismo a prueba todo el tiempo", dice Juan Villoro. Foto: Maxi Failla

      –La relación con tu padre, ¿en qué clase de padre te convirtió? Eso siempre es, hasta cierto punto, una tómbola…

      –Es que uno se corrige con los propios hijos, lo cual es una enorme oportunidad de cometer nuevos errores. He sido un padre muy diferente, mucho más presente que él, más cálido. De todos modos, he generado otro tipo de problemas, pues diferente no quiere decir más eficaz ni mejor. Me costó mucho trabajo terminar el libro precisamente por esa condición de padre, me ponía yo mismo a prueba todo el tiempo. Pero, ciertamente, ser padre me llevó a cerrar con mayor eficacia heridas que estaban abiertas. De otro modo, habría habido en el libro ajustes de cuentas. Pude escribir desde el entendimiento y la comprensión del otro, que tiene luces y sombras. Me permitió tener curiosidad por el “objeto” paterno. Al cabo, todos construimos a los padres. En La desobediencia de Marte, vemos esa doble construcción, cómo los astrónomos construyen su propia figura pensando en su reputación, y luego construyen una relación en donde el uno ve al otro de distinta manera de cómo lo verán los demás. Lo mismo pasa con los padres; aunque críes a cuatro hijos, cada uno construye de una manera al padre. Ser padre me ayudó a relativizar tantas cosas.

      Al teatro con Jodorowsky

      –Las obras incluidas en tu Teatro reunido son una reivindicación fuerte de la dramaturgia de autor, en momentos en que el panorama parece haber vuelto la página del texto clásico, hasta su demolición. Hoy el teatro de actores prima en los escenarios.

      –Sí, esa es una tendencia mundial. Pero el teatro de actores, recordemos, tuvo brotes antes. De hecho, empecé haciendo teatro de laboratorio, por llamar de alguna manera el teatro colectivo donde los propios actores decidíamos lo que ocurría. En 1970 con un grupo de amigos, por entonces adolescentes –yo tenía 14 ó 15 años–, éramos fervientes seguidores de Alejandro Jodorowsky. Hace años es muy conocido por sus libros de psicomagia, pero él siempre fue un gran gurú. Puedo decirte que éramos sus discípulos. Fue un magnífico director de teatro en México y tuvo una deriva interesante. Dirigió a Strindberg y Ionesco, a muchos clásicos y después, a partir de textos sueltos de Nietzsche primero y luego a partir de la convivencia comunal con distintos grupos, empezó a hacer obras contraculturales, una suerte de laboratorio. Incluso muchas muchas veces las completaba el público.

      Alejandro Jodorowsky, "Psicomago", durante una charla en el MALBA
Foto: María Eugenia CeruttiAlejandro Jodorowsky, "Psicomago", durante una charla en el MALBA Foto: María Eugenia Cerutti

      –Hay fragmentos de algunas obras en YouTube. Contanos más.

      –¡Jodorowsky era nuestro gigante! Nosotros lo veíamos y si él nos decía, “no, no tomes sal”, directo tomábamos azúcar. Lo que él opinara era clave; es un comunicador impresionante, un hombre que convence. Por ejemplo, el gran actor Dennis Hopper, que venía de dirigir Busco mi destino (Easy Rider), fue a verlo pues estaba en crisis con la actuación. Pues Jodorowsky le dijo que estaba equivocando, que debía volver a la actuación. Y así lo hizo. Roberto Bolaño lo va a ver, en la casa de la Plaza Río de Janeiro donde vivía, y Jodorowsky le pregunta “¿tú quién crees que es el mayor poeta para ti, para tu obra?” Bolaño siempre decía que era Pablo Neruda. Y Jodorowsky le responde, “por lo que te conozco y por tu sistema literario, el que más te conviene estudiar es Nicanor Parra”. Bolaño salió convertido a la anti-poesía de Parra. Fue una respuesta sumamente precisa, ¿o no? Esas conversiones las lograba Jodorowsky. Total que entonces hicimos una obra que se llamaba Crisol, como ese recipiente donde se funden los elementos químicos. Nosotros éramos los elementos que nos fundíamos allí contraculturalmente. Ese fue el teatro que yo empecé haciendo, un teatro más de acción y gestualidad. De hecho, teníamos un maestro que había estudiado con Grotowski. Luego llegó un vanguardista uruguayo, Juan Carlos Oviedo, yo estuve también en su grupo teatral. En lo básico, era una experimentación sobre las posibilidades del cuerpo. Aunque fue clave para mí, me decanté por la literatura. Entonces lo único que puedo hacer es escribir teatro de texto.

      –¿Pensaste en dirigir?

      –Pues no, por una razón sencilla; en realidad, yo solo me considero cercano a mis propias obras. Ni siquiera tengo buenas soluciones escénicas sobre ellas y no las tengo por la misma razón, si bien son muchas las obras que admiro en la dramaturgia mundial. Me gusta verlas y criticar los montajes, pero carezco de las herramientas para dirigir. Disfruto mucho, en el proceso, modificando aspectos del texto, pues cada escena tiene sus características. En Argentina sé que no les gusta el intervalo; en México nos encanta. En mi país hay teatros que sobreviven por el intervalo porque se gana más dinero en la dulcería que en la taquilla. Adoramos ese momento social de salir, comentar un poco y seguir viendo.

      Filosofía de vida, obra de Villoro, con versión y dirección de Javier Daulte.Filosofía de vida, obra de Villoro, con versión y dirección de Javier Daulte.

      –En la última década, el teatro también ha absorbido elementos de la performance y el video arte. ¿Lo disfrutás, está en tu horizonte de dramaturgo?

      –Me gusta mucho ver todos esos recursos. Aunque no es necesariamente el teatro que yo pienso, sí que tengo distintos registros. Una de las obras, Cremación, se acerca al biodrama que imaginó Vivi Tellas. Una cremación dura más o menos lo mismo que una obra teatral. Con variantes, claro. Si se trata de un muerto obeso, entonces es una obra con intervalo, a la mexicana; si es delgado, será una obra argentina. Entonces, mientras están cremando el cuerpo de un padre, se va dando una dinámica entre los actores. Es una pieza más under. Luego, La Guerra Fría, transcurre en Berlín pero en realidad refiere a la guerra dentro de una pareja, un rockero y una actriz. Está muy atravesada por la música, me inspiré en el disco Berlín de Lou Reed. Ambas piezas, digamos, buscan romper un poco ciertas convenciones. Pero tanto en El filósofo declara como en La desobediencia, lo que me gustó fue explorar temas aparentemente no teatrales, como la astronomía, pero que pueden tener una teatralidad. En el caso de la filosofía, hay momentos de alta neurosis intelectual que pueden llevar a una especie de comedia de la conciencia, al cortocircuito entre la razón y la emoción. Por ejemplo, el protagonista de la obra tiene una silla de ruedas; pasa allí buena parte del tiempo. Y de pronto se levanta y es que resulta que necesita la silla de ruedas para pensar, como un vehículo. Eso sorprende teatralmente porque lo hemos dado por discapacitado durante una hora, cuando es solo parte de su neurosis. Varios de los parlamentos en La desobediencia proceden de los diarios de Kepler; él anotaba absolutamente todo. Me ayudó muchísimo pues allí aflora su vida íntima. Él no los escribió pensando en una escena pero eso les da gran fuerza. Esta obra la pensé en Berlín, durante mi estadía en el Este, en 1982; me crucé con el maravilloso libro de Arthur Koestler, Los sonámbulos, sobre la conquista intelectual del cosmos. Hay allí un episodio dedicado a Tycho Brahe y sus pleitos con Kepler. También está la trilogía de John Banville, con su Kepler. Max Brod, el amigo de Kafka, escribió sobre Brahe. Hay una gran bibliografía.

      Franz Kafka a los cinco años de edad.          






KAFKAFranz Kafka a los cinco años de edad. KAFKA

      –En cierto momento, en La figura del mundo, observás que toda carta al padre -y tu libro lo es- alude a la de Kafka. En La figura el reproche está atenuado por la perplejidad.

      –En el caso de Kafka, recordemos que la carta es un memorial de agravios. Pero bueno, también expresa el deseo de comunicación, así sea comunicar agravios.

      –Por último, quisiera saber cómo se ve en México el nuevo mapa de la literatura. Me refiero al torrente de autoras. México las ha tenido siempre y enormes, desde Sor Juana hasta la indigenista Rosario Castellanos, Elena Poniatowska. ¿Qué aportan las autoras a la literatura de América Latina?

      La figura del mundo
Juan Villoro
Editorial Penguin Random House
268 págs.
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      –Ahora la gran tendencia es la literatura de cierta generación. No sabría decirlo de aquellas nacidas en los años 80, pero históricamente creo han aportado una literatura de la escucha. Pienso en Poniatowska o en Alma Guillermo Prieto, actualmente en Valeria Luiselli: una maravillosa literatura del oído. Han sabido escuchar mucho más que los hombres, por haber estado culturalmente más forzadas a atender a los usos de la oralidad, a la dimensión política de la palabra. Entretanto, los hombres han estado tratando de construir discursos que los respalden, atendiendo a todas esas clases de oratoria para ser un buen jefe... Hay en ellas un elemento muy rico; de hecho, es el secreto del nuevo tipo de literatura. La figura más importante de todas –y no lo digo para quedar bien pues estoy aquí– ha sido Silvina Ocampo. Cuando nosotros pensamos en la famosa antología de literatura fantástica de Borges, Bioy y Silvina evidentemente, advertimos la impronta de Borges que fue inmediata y muy poderosa en toda América Latina y en otras lenguas. Pero la impronta de Silvina no era menos fuerte. La juzgábamos un tanto excéntrica por su mirada periférica –de los niños y los locos, los irregulares de la familia–. Digamos, una exploración del horror, hecha con un enorme naturalidad, con una mezcla de inocencia ante lo terrible. Eso se ve reproducido en Selva Almada, sobre todo en su primera novela, y en Mariana Enriquez. Y también en la española Sara Mesa, en Samanta Schweblin, en Guadalupe Nettel. En ellas se aprecia la conquista de la imaginación que se había mantenido periférica, y una relación totalmente distinta con el cuerpo. Los hombres, lo digo en el libro sobre mi padre, hemos vivido en la conjetura de que el cuerpo no existía. Le decíamos que fuera al médico y él ponía una cara, como si le pidiéramos que viajara a Saturno. La relación física con el cuerpo ha sido lejana para los hombres, como no fuera a través del erotismo.

      Fragmento de la conversación pública en el auditorio del CC3, el 9 de julio.


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      Matilde Sánchez
      Matilde Sánchez

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