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      Franz Kafka, remitente y cartógrafo desenfrenado

      Vuelve a librerías El otro proceso, de Elias Canetti, que estudia la correspondencia de Kafka con Felice Bauer.

      Franz Kafka, remitente y cartógrafo desenfrenadoKafka y Felice en Budapest.

      Al mayor diarista que dio la literatura, la correspondencia compulsiva –sobre todo con Felice Bauer y Milena Jesenská– le facilitó incontables cartas para jugar al solitario. “Las cartas son expresión de una relación, pero al mismo tiempo producen esa relación y le dan forma”, puede leerse en la biografía de Reiner Stach. Kafka sabía que allí, en esa zona más incontrolable –igual que en un diario– podía hallar una suerte de prehistoria edénica de la escritura, una cantera prenatal de textos apta para engenderar, acaso, de lo poco que lo serenaba: frases que lo sorprendieran, que sonaran a escritas por otro. Una disponibilidad, en suma, que le diera acceso a un sueño largamente arañado: escribir lo que fuera de un tirón.

      En esos semilleros de formas que son los diarios y las cartas se ponía en contacto con lo íntimo (pocas obras tan interiores como la de Kafka), contiguo de lo subterráneo, lo clandestino (de allí que a no pocos de sus personajes se los lleven, detenidos en el centro de la noche). Para quien se entrenaba redactando misivas de reclamos y justificativos en una compañía de seguros, escribirle a alguien querido representaba un claro atajo y un ansiado desenlace. Pero sabía de memoria que ese contexto y ese estado subyugante no pueden inventarse; sólo se producen si los precede una pasión genuina, preferentemente arrolladora.

      Cortejante pendular, le ponía límites adicionales a su solipsismo por medio de la adoración. Fetichista ferviente, a las líneas que recibe de Milena les responde: “A los pies de esas cartas yo podría quedarme horas, infinitamente feliz, son como la lluvia sobre la frente ardiente”. Y más: “Las dos cartas llegaron juntas, a mediodía; no son para ser leídas, hay que desplegarlas, hundir la cara en ellas y perder la razón”.

      Sólo en 1912 le envió a Felice unas cien cartas. Ese otro aforista apenado, Elias Canetti, las examina con tacto de entomólogo en El otro proceso, dispuesto a enfrentar momentos en los que Kafka parece estar declarando tanto más de lo dicho (ni siquiera por él adivinado, ni por ningún otro, desde luego). O galanterías y contramarchas infantiles o teatrales, por delante o detrás de las cuales asoman rayos fulminantes sobre su escritura.

      De paso: la total fascinación que produce la prosa de Kafka, en todas sus manifestaciones, se asemeja al encantamiento de un cuento para niños. Fue de noche, hacia los 12 y 13 años, prolongando bajo una lámpara sus lecturas encendidas, que entrevió un camino definitivo. (Esas rutinas noctámbulas, para las que a veces precisaba una siesta tardía, serían el pan de cada día de este devoto de los epistolarios de Flaubert y von Kleist).

      Sucede con Kafka que a veces uno sigue leyendo en trance, es decir ya sin leer, y tiene que regresar al punto que ya no recuerda, en el que se produjo el desvío. Es el reverso –desde el lector– de su idea de que un escritor debe alcanzar el punto de no retorno.

      Una vez y otra, en todos los frentes, lo tentaban –no sin antes volver a probarse como trapecista de la paradoja– las alturas de lo extremo: “Si quiero lo imposible, lo quiero en su totalidad”, le escribe a Felice. Kafka se mitificaba a sí mismo de un modo absoluto (Malcolm Lowry y Henry Miller lo hicieron de maneras muy distintas), ejercicio especulativo que aplicaba a sus condiciones ideales de trabajo: “La cantidad de silencio que necesito no puede hallarse en este mundo. Quisiera esconderme por un año con mi cuaderno y no hablar con nadie”.

      La reciente disputa legal entre Suiza e Israel por el legado del amigo y albacea de Kafka, Max Brod, que terminó con su archivo en la Biblioteca Nacional ubicada en Jersualén, nos recuerda que la parte fundamental del dictado de Kafka a Brod es la palabra “no leídos”. Que quemara sus papeles no era la clave sino que lo hiciera “sin leerlos”. Es la parte que suele pasarse por alto y la más filosa e irónica de su encargo, que asume así la dimensión de una petición fingida.

      Se puede entender a un escritor que no desee quemar sus cosas y le deje la tarea a otro, pero sabiendo Kafka perfectamente del interés de Brod por difundir su trabajo, era fácil anticipar el destino que tendrían esos papeles. La solicitud de Kafka puede ser leída, asimismo, como un cáustico comentario sobre la ansiedad de Brod respecto de su obra, y el peligro de que este ansia lo llevara a retocar acá y allá alguna cosa, por puro nervio ante semejantes dones (ante la semejante fortuna de haber estado tan cerca de esa obra y su autor).

      Otra broma de Kafka, falsa orden y cara visible de algo más vasto y abismal: el vértigo de haber sido el autor de una obra como esa (para bien o mal, el primer desconcertado siempre es el autor), y el apremio por remitirle a un tercero el dilema de qué hacer con ella, como concediéndole a Brod una última prueba de amistad que sabía que cumpliría a rajatabla.

      El otro proceso, Las cartas de Kafka a Felice, Elias Canetti. Nórdica Libros, 180 págs.



      Sobre la firma

      Matías Serra Bradford

      mserrabradford@clarin.com

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