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      ‘Vidas pasadas’, como una ventana a lo desconocido

      • La opera prima de la coreanacanadiense Celine Song es candidata al Oscar.
      • Cuenta una historia de amor a través del tiempo y se estrena ahora en salas.

      ‘Vidas pasadas’, como una ventana a lo desconocidoVidas pasadas, la opera prima de la coreanacanadiense Celine Song.

      Como casi cualquier premio, el Oscar no es tanto un reconocimiento a la excelencia como una ocasión que tiene la industria de Hollywood para construir una imagen de sí misma y, sobre todo, para calibrarla cada año siguiendo el vaivén de los cambios y consensos de moda. Esa imagen se diseña destacando zonas específicas del cine: el relato de época, ambicioso y severo (Oppenheimer); la película festiva y dicharachera que puede o no dialogar con la agenda del momento (Barbie); el film que recupera o sostiene alguna tradición narrativa (Los que se quedan); el trabajo más reciente del autor en declive, incluido en verdad por sus triunfos pasados (Los asesinos de la luna); la película sobre alguna minoría (American Fiction).

      Cada año, el Oscar incluye además algún film pequeño que funciona como una ventana a lo desconocido; es el lugar donde la Academia realiza una especie de apuesta, donde corre algo parecido a un riesgo. En la próxima entrega, ese lugar le toca a Vidas pasadas, la opera prima de la coreanacanadiense Celine Song, que se estrena en salas.

      Vidas pasadas cuenta una historia de amor a través del tiempo. Seung Ah y Hae Sung son compañeros de escuela en Corea del Sur y están un poco enamorados. La familia de ella se prepara para emigrar a Estados Unidos: Seung Ah y Hae Sung no lo saben, pero esta será solo la primera de sus despedidas. Doce años después, Seung Ah, ahora bajo el nombre de Nora, vive en Nueva York y se reconecta con Hae Sung a través de internet: una llamada por Skype los encuentra más o menos igual que cuando iban a la escuela, como si los años no hubieran pasado.

      En apenas unos minutos, los dos se sincronizan con la vida emocional del otro: el recuento de los muchos cambios atravesados por cada uno deja entrever la persona que era cada uno en los tiempos de la escuela. Son casi almas gemelas, pero la distancia no tarda en horadar el vínculo, y la relación se interrumpe de nuevo. Doce años después (una vez más), Hae Sung, recién separado, viaja a Nueva York para encontrarse con Nora, que vive con su esposo.

      Song comienza la película con un plano que invita al juego. En cámara lenta se ve a tres personas sentadas en un bar: un hombre y una mujer asiáticos y, junto a la mujer, un hombre blanco. Desde el off, dos voces elaboran hipótesis posibles sobre las relaciones que los unen: ¿quiénes son la pareja? ¿Y quién el amante? ¿Habrá un tercero excluido?

      Un puzzle amoroso

      Desde siempre, el tema del triángulo amoroso se construye partiendo de las oscilaciones afectivas, y el plano inicial de Vidas pasadas plantea una especie de enigma, de puzzle amoroso. Ese plano comunica además qué visión del cine tiene Song, y las escenas que siguen lo confirman. La directora moviliza una cantidad impresionante de ideas por minuto: es como si, en su debut, Song quisiera apropiarse de los frutos de décadas de comedias románticas y de dramas amorosos.

      La soltura con la que la directora conecta diálogos, separaciones y reencuentros exhibe una solvencia extraordinaria. Si se logra abstraerse por un minuto de esa eficacia narrativa, Vidas pasadas puede verse también como una suerte de desafío cinematográfico, una prueba que consiste en filmar con elegancia a personas, cosas y espacios por igual hasta volverlos fuentes de belleza, pequeños recodos que la película dispone alrededor de la historia de Nora y Hae Sung para que el ojo pueda deleitarse, sin importar si se trata de un plano lejano de Seúl, del pequeño cuarto neoyorquino que alquila ella, de la bucólica casa en las afueras de la ciudad que sirve de residencia para artistas, del movimiento leve de una cortina o de una mesa de bar llena de botellas vacías de soju.

      Song cree que el dispositivo narrativo del drama romántico, máquina siempre poderosa, contundente, no es excusa suficiente para descuidar el universo microscópico que rodea a los amantes; que el cine, además de saber narrar, supone aprender a detenerse entre los nudos que abre el relato, un problema estético que incumbe menos al guion que a sus intervalos.

      Antes del atardecer

      Se trata, en el fondo, de un problema viejísimo: el del creador que se mide con un género fuerte, estratificado, y que tiene que optar por sostener al pie de la letra las fórmulas requeridas o, al contrario, por quebrar ese contrato y explorar las posibilidades abiertas por la sorpresa o la perplejidad. Song toma claramente el primero de los caminos, pero eso no le basta: la ejecución rigurosa del género, podría decir la directora, no impide la sofisticación, la precisión, la lectura atenta de la historia del cine y de los modos de filmar el romance y sus accidentes.

      Si cada ciclo de la historia de Nora y Hae Sung interesa es porque la directora pone en obra todo tipo de mecanismos fílmicos. Estos recursos a veces son elementales, casi primitivos, como en el segmento de la infancia, cuando un plano frontal muestra que la pareja llega a una bifurcación de la calle: la separación inminente se filma con una literalidad apabullante, casi de cine mudo. Otras veces, como en el reencuentro en Nueva York, la cámara rodea de a poco a Hae Sung, que está clavado en el piso, y a Nora que se le acerca lentamente: el saludo se observa de cerca, siguiendo la torpe alegría de los dos, con los abrazos decididos de ella ante la parálisis y el miedo de él (“no sé qué tengo que hacer”, tartamudea Hae Sung).

      Song filma como si conversara con la historia del cine: las escenas de Hae Sung y de sus amigos en Corea hacen acordar ligeramente a las legendarias borracheras de las películas de Hong Sang-soo; en los roces de Nora con Arthur, su esposo, resuenan las alambicadas discusiones matrimoniales del cine de Woody Allen; en los paseos de Hae Sung por Estados Unidos se escucha, como un bajo continuo, el culto a la urbanidad de las comedias románticas, y también las largas conversaciones en movimiento de la trilogía de Linklater.

      Esa hibridez fílmica, de aires visiblemente cosmopolitas, está a tono con el choque cultural que recorre subterráneamente la película, aunque sin volverse nunca el centro de gravedad del relato. El drama de los enamorados es también el de dos culturas irreconciliables: la coreana, con su espíritu comunitario, sus tradiciones fuertes y su entrega al trabajo; y la de la emigrada, que se deja absorber por las costumbres liberales de Occidente, pero sin renunciar del todo a algunos mandatos de su país de origen, hasta volverse una eterna extranjera.


      Sobre la firma

      Diego Mate

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