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      La cena en París en la que casi le declaro mi amor a Uma Thurman

      Una cobertura en la que el periodista quedó a 10 metros de la actriz fetiche de Tarantino. Y cómo una fantasía de juventud puede estar a punto de convertirse en realidad en algún momento de la vida.

      La cena en París en la que casi le declaro mi amor a Uma ThurmanUma Thurman en Pulp Fiction, en la escena del bar en la que termina bailando con John Travolta.

      La reciente muerte de Peter Lindbergh, el prestigioso fotógrafo polaco que inventó a las supermodelos en la década del ’90, trajo a mi memoria un episodio del que él fue testigo involuntario o, más aún diría, inconsciente. Lindbergh debía tener por entonces 71 años y yo, digamos, tres menos de los que sumo hoy. El escenario era una París blindada, rigurosamente custodiada tras una serie de atentados del ISIS en diferentes ciudades de Europa, pero en la que el destino ceniciento y autoflagelante de Notre Dame no podía caber aún en ninguna mente equilibrada.

      La oportunidad del viaje me la dio uno de los mayores fabricantes de neumáticos del mundo, la italiana Pirelli, que año tras año presenta su calendario como eficaz herramienta de marketing y logra que en el imaginario colectivo un círculo de caucho se transforme en poco menos que un anillo de diamantes. Una de las mayores motivaciones de este viaje, para mí, era precisamente la capital francesa, que hasta ese momento no conocía. Pero al mismo tiempo lo era una de las protagonistas de aquel calendario y amiga de Lindbergh: la actriz Uma Thurman, de la que en algún momento de mi vida me enamoré y quedé hechizado para siempre.

      París y Uma Thurman eran la combinación perfecta. Qué más se podía pedir. La agenda de la presentación del calendario constaba de tres momentos clave: una conferencia de prensa con Lindbergh solo, luego la presentación en un auditorio en el que él ya estaría acompañado por algunas de las actrices que había fotografiado para el almanaque, y finalmente una cena de gala a la que se suponía asistiría también un buen número de las protagonistas que habían participado del proyecto. Claro que a mí casi no me interesaban las eventuales apariciones de Nicole Kidman o Penélope Cruz en alguno de esos escenarios: mi gran anhelo era poder ver a la actriz fetiche de Tarantino y, tal vez atrapado en un rapto de aspiración ingenua, interactuar con ella.

      Uma Thurman y Nicole Kidman con el fotógrafo Peter Lindbergh durante la presentación del calendario Pirelli 2017.Uma Thurman y Nicole Kidman con el fotógrafo Peter Lindbergh durante la presentación del calendario Pirelli 2017.

      Dije Tarantino y no es casualidad dado que, si lo pienso bien, mucho de lo que provoca y ha provocado Uma Thurman en mí durante los últimos veinticinco años debe tener que ver con la mirada que ha tenido sobre ella el director de Perros de la calle. Es decir, cómo ha logrado “venderla” de determinada manera como para que los propensos a comprar este tipo de emblema femenino lo hiciéramos con los dos bolsillos. Siempre sospeché que había allí también una mirada enamorada de Tarantino que permitía, milagrosamente, alcanzar este resultado emocional en cierta parte del público, en el que yo me ubicaba en primera fila.

      De todos modos, y aunque si bien uno puede intuir que ha sido víctima de una manipulación eficaz, no deja de haber un aura para que haya sido ella y no otra la actriz que ha provocado en uno ese flechazo inalterable. Flechazo que, si rastreo en su genealogía, puedo precisar que nació con una película que hasta hace unos instantes tenía borrada de mi memoria: Henry y June. Thurman tenía apenas 20 años (yo 19) e interpretaba a la esposa de Henry Miller en la (nada es azaroso) París de los años '30.

      Pero la inoculación definitiva del virus Thurman ocurrió durante una experiencia inolvidable: la primera vez que vi Pulp Fiction en el cine. Si tuviera que acotar aún más el foco, creo que identificaría la escena del concurso de baile en el bar: la dupla con Travolta renacido de un resto mutante de Fiebre de Sábado por la Noche, para instalarnos en la creencia de que la chica que lo acompaña esa noche, en ese lugar, es lo único que uno necesitaría en la vida para ser feliz.

      Luego la leyenda y el "amor" por Uma Thurman se amplificarían con Kill Bill (ninguna actriz en la historia lució tan bien sucia hasta el tuétano como “La novia” cuando logra salir del cajón en el que ha sido enterrada viva) y continuó en la búsqueda de otras películas pequeñas, en general comedias románticas, que nunca hubiera visto si su protagonista no hubiera sido el objeto de mi devoción.

      Thurman y su segundo protagónico con Tarantino en Kill Bill.Thurman y su segundo protagónico con Tarantino en Kill Bill.

      Pienso indefectiblemente en esa cosa increíble que le sucede al librero que encarna Hugh Grant en Nothing Hill, con el personaje de Julia Roberts, y la suerte que el guionista le otorga para que la chica de sus sueños, esa actriz inalcanzable, determinado día se le presente como una vecina más y le toque la puerta de la casa.

      Pero esto que me pasaba a mí no encuadraba en una ficción. El viaje a París que estaba a punto de emprender era un viaje real, de trabajo y cobertura, aunque con la esperanza de que tal vez pudiera llegar a estar, en algún momento de la estadía, más o menos cerca de Uma Thurman. Con el anhelo de que en algún pasaje del devenir de los hechos la realidad contradijera la lógica y se volviera impredecible.


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      Como dije, la primera actividad ocurrió con Lindbergh solo. Al día siguiente me ubiqué en la platea del auditorio entre muchos otros periodistas y reporteros del mundo a la espera de que por fin esta mujer demostrara que era de carne y hueso. Cuando hizo su ingreso, con la razonable y hasta elogiable marca de los años, traté de capturar el instante con la cámara de mi celular: esa cara triangular, esa nariz estupendamente imperfecta, esos labios que en cada movimiento parecían estar inventando la sonrisa. No lucía tan morocha como en Pulp Fiction ni tan rubia como en Kill Bill. Tenía el pelo más bien corto. Altísima. No paraba de abrazar a Lindbergh. ¡Cómo lo envidiaba a Lindbergh! El tipo parecía un abuelo retacón pero con toda la onda, que se hacía expansiva con la presencia de Uma a su lado y ese vínculo de admiración que evidenciaba despertarle el fotógrafo-artista.

      Hubo una especie de entrevista sobre el escenario y cuando terminó aproveché para tomar algunas fotos más, instantáneas de esos chispazos coloquiales que emanaba la actriz en su interacción con los demás protagonistas una vez que las cámaras de televisión se habían apagado. Todavía conservo algunas de esas imágenes que reflejan diálogos espontáneos entre compañeros de trabajo, con la salvedad de que esos compañeros no eran seres humanos terrenales, sino más bien hologramas sagrados de celebridades proyectados en mi mente.

      Thurman y Tarantino, durante la presentación de Kill Bill Vol. 2 en el Festival de Cannes 2004.Thurman y Tarantino, durante la presentación de Kill Bill Vol. 2 en el Festival de Cannes 2004.

      Finalmente quedaba una tercera y última instancia antes de agotar las chances de tener alguna oportunidad cierta de aproximarme a Uma. La cena de gala (black tie) organizada en las instalaciones de unos estudios cinematográficos en las afueras de París, un sitio al que para ingresar había que atravesar un operativo de seguridad más exhaustivo que en cualquier edificio gubernamental.

      Allí la mira debía estar puesta sobre la alfombra roja, que como en ninguna ceremonia vinculada al sistema de estrellas del mundo podía faltar en la cena de Pirelli. Lamentablemente, la que en un momento quedó a escasos dos metros de mí fue Nicole Kidman. No recuerdo haberla visto a Thurman sobre la pasarela. Recién pude distinguirla unos minutos más tarde, ya sentada en una amplísima mesa ovalada, en la que compartía la cena con el resto de las actrices que integraban el calendario cuyo lema era “bellezas al natural”, sin maquillaje.


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      La mesa que me tocó debía estar a unos 40 metros de la de ella. Sin embargo, cuando la cena avanzó encontré un momento como para empezar a desplazarme por el salón y acercarme al sector que tenía entre ceja y ceja como objetivo principal esa noche. Era como pasear al perro sin perro, sobre un césped imaginario que en realidad era una moqueta súper acolchada que ayudaba a mis piernas a amortiguar el papelón. Tuve la esperanza de animarme, de llegar hasta la mesa de Uma y entablar una conversación que nos sirviera de pie para volver a encontrarnos al día siguiente por las calles de París.

      Era mi película, por supuesto, de la que hubiera querido ser protagonista pero que inevitablemente parecía condenado a no rodar, porque una especie de campo magnético de diez metros a la redonda me expulsaba del radio de influencia de Thurman, que no era otra cosa que el elevado pánico escénico que significaba para mí ubicarme en el ridículo rol de fan enamorado.

      Seguí cada tanto observando su silla en ese lugar exacto de la mesa donde no estaba sentada otra que ella, pero ahora desde más lejos, mientras terminaba de compartir la cena con otros periodistas distraídos en conversaciones sin importancia. Hasta que en un momento eché un nuevo vistazo y, contra mi amparo, la causa de mi intensa motivación había dejado de existir. Uma se había ido, como un fantasma, fugitiva de mi ilusión.

      Vinieron los postres y luego un maratón de música y alcohol para no dejar de bailar, entre decenas y decenas de mujeres realmente hermosas que no me interesaban. La gran oportunidad de cristalizar un sueño de juventud se había desmaterializado. En los días subsiguientes sólo me quedaría París y la fantasía recurrente de un paseo con el rostro de Uma reflejado en el Sena, como una luna. Lo que no parecía poco, pero tampoco suficiente.

      PS


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      Pablo Sigal
      Pablo Sigal

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