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      Genes, valores y experiencias definen la fórmula de la felicidad

      Lo señalan investigaciones en EE.UU. y coinciden expertos argentinos. Pero advierten que la combinación cambia a lo largo de la vida, y que en eso radica lo esquivo de este estado de ánimo. Claves para saber “atrapar la mariposa”.

      Redacción Clarín
      12/01/2014 08:32

      En “El Misterio de la Felicidad”, la película que se estrena esta semana, Guillermo Francella interpreta a Santiago, un comerciante con una vida feliz hasta que su socio desaparece sin dar explicaciones. Junto a Laura (en la piel de Inés Estévez, la esposa de su socio), sale a buscar a su amigo y la felicidad perdida. En el camino sus vidas cambian y terminan dándose cuenta de que, en realidad, no quieren encontrarlo. Santiago y Laura encarnan una búsqueda universal con un GPS en eterno recálculo. Científicos sociales de Estados Unidos aseguran que hay tres coordenadas para programarlo: genes, valores y experiencias son las tres razones de la felicidad.

      La Universidad de Chicago realiza un “monitoreo de la felicidad” desde 1972, en el que le pregunta a la gente qué cosas la hace feliz. La respuesta tiene que ver con lograr lo que desea en la vida y con las situaciones que vive. Investigadores de la Universidad de Minnesota agregan otra razón: la genética. Estudiaron los niveles de felicidad en 1.300 parejas de gemelos y encontraron niveles muy similares incluso en los separados al nacer y criados con familias diferentes.

      Un viejo dicho asegura que la felicidad es una mariposa que, cuánto más intentamos atraparla, más se escapa. Pero que si nos quedamos quietos puede llegar a posarse en nosotros. Estas investigaciones apuntan también que la combinación genes-valores-experiencia cambia a lo largo de la vida y allí radica lo esquivo de la felicidad.

      Acá la situación no parece ser distinta. “La felicidad es mucho más una aspiración que un estado. Es puntual y evanescente”, asegura la psicoanalista y psiquiatra Lía Rincón.

      Los expertos locales coinciden en las tres razones de los estadounidenses, pero hacen hincapié en los acontecimientos que vivimos. “Hay un porcentaje mínimo de depresiones por una predisposición genética, la mayor parte de la gente se deprime por las cosas que le pasan”, dice Miguel Espeche, psicoterapeuta y coordinador de los talleres de Salud Mental del Pirovano (ver Los temas...).

      Andrés Rascovsky, ex presidente de la Asociación Psicoanalítica Argentina, prefiere poner la carga de los genes en la historia familiar: “Somos felices alcanzando logros que no pudieron cumplir nuestros padres. El triunfo económico puede ser el objetivo para quien pasó privaciones o no separarse para el que creció en un hogar inestable”.

      Afortunadamente, siempre hay manera de zafar de la infelicidad hereditaria. “Los genes no son un destino inexorable”, tranquiliza Rincón. Una niñez en la que nos sentimos amados puede ser el comienzo de una vida feliz. “También nos sorprendemos con personas que tuvieron una infancia desdichada, pero que no perdieron la alegría de vivir”, agrega.

      No hay un barómetro de la felicidad que pueda medirnos a todos. Lo que completa a algunos no llena a otros. “Muchas veces uno ve a un chiquito jugando en la calle con muy poco y una cara de felicidad que quizás no encuentra en el recreo de un colegio privado –apunta Espeche–. Uno aprende a ser feliz cuando acepta los acontecimientos que le tocaron vivir. Cuando las metas son muy altas, el nivel de frustración aumenta”.

      ¿Qué pasa cuando esos acontecimientos rozan la tragedia? La felicidad puede escurrirse en un segundo de la manera más cruel. “Construirla después de un hecho traumático es posible”, sostiene Alejandro Gorenstein, periodista y autor de “Vidas que enseñan”, un libro que recopila historias de personas que salieron adelante de situaciones trágicas. Encontrar un nuevo objetivo es esencial, y también lo es no negar el dolor.

      “La felicidad no es estar de vacaciones, sino aprender a vivir aun con los dolores más grandes”, define Espeche.

      La solidaridad y la espiritualidad colaboran. “Ayudar a gente que está pasando por lo mismo es una manera de encontrarle un nuevo sentido a la vida. Y creer en algo más allá de lo terrenal ayuda a explicarnos lo que nos pasa”, agrega. Un camino en el que nunca hay que perder la esperanza de aprender a recorrerlo.


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