Noticias hoy
    En vivo

      “Profesional”, un cuento de Ana María Shua

      Cuando matar se vuelve un oficio, las emociones desaparecen. El problema es cuando el cliente y su encargo tienen aristas demasiado particulares.

      "Profesional", un cuento de Ana María ShuaIlustración: Daniel Roldán.

      o se trata de que me guste matar. Es mi trabajo. ¿Cuántas personas en este mundo disfrutan realmente de su trabajo? Me gusta escribir. Si hubiera podido ganarme la vida escribiendo, quizás nunca me habría convertido en un profesional de la muerte. Pero ¿quién vive de su literatura? Un puñado de privilegiados en el mundo.

      Mi padre me enseñó a matar por dinero.

      Tenía una pequeña empresa de control de plagas, una actividad sin prestigio, de la que, sin embargo, estaba muy orgulloso y que en ese momento se mencionaba con un nombre mucho más simple. La gente llamaba al cucarachero.

      –Yo no fabrico medias de náilon, ni caramelos –solía decir mi padre–. Lo que hago es cuidar la salud de la gente.

      Vaya a saber por qué las medias de náilon y los caramelos le parecían el símbolo de lo superfluo y quizás de lo dañino. Como las ratas y las cucarachas, se situaban en el extremo opuesto a la salud.

      En realidad, en esa época los venenos que se utilizaban eran mucho más perjudiciales para la salud de nuestros clientes que las plagas a exterminar. Se usaba, sobre todo, un compuesto de fósforo blanco que parecía puré de papas, tenía un leve olor a ajo y se esparcía con una espátula en los rincones de la cocina, los baños, las alacenas. El aroma era tentador. A mi hermano y a mí, papá nos había hecho una morbosa descripción de la muerte que nos esperaba si a alguno de los dos se le ocurría meter el dedo para probar esa pasta blanquecina y cerosa que alguna vez usaba en nuestra propia casa.

      Matar a una cucaracha es fácil. Librar de cucarachas una casa es muy difícil. Las cucarachas son hábiles, son gregarias, son rápidas, son astutas. Mienten. Son capaces de fingirse muertas, cadáveres boca arriba, para darse vuelta y huir cuando la amenaza se aproxima. Como yo no tengo que exterminar a una parte de la humanidad, sino solamente a ciertas personas bien individualizadas, mi trabajo es bastante más sencillo.

      Ilustración: Daniel Roldán.Ilustración: Daniel Roldán.

      De todos modos, no se puede decir que haya llegado a mi profesión actual ampliando las posibilidades de la empresa de mi padre: primero hormigas y cucarachas, después ratas y murciélagos, después gatos y perros… Aunque el control de plagas me haya enseñado a naturalizar la muerte, debo confesar que yo avancé por otros caminos más informales.

      La gente común tiene toda clase de fantasías acerca de nuestro trabajo que es, en realidad, bastante rutinario y no tiene mucho que ver con lo que muestran las películas. Si tuviera que relatar hoy la historia de mi vida, los pedidos, las caras, los nombres, la ciudades, las víctimas, las armas, la heridas, se me mezclarían en una alegre confusión, un poco monótona. Aunque debo admitir que, como pasa en todas las áreas, en los últimos años muchos colegas han cambiado su estilo, se compran ropa de buena marca, tratan de memorizar una lista de frases célebres, en fin, hacen esfuerzos por parecerse a la imagen que el cine nos atribuye: el prestigio de Hollywood.

      “Las cucarachas son hábiles, son gregarias, son rápidas, son astutas. Mienten.”

      Los encargos con los que debutamos en el oficio son, quizás, los más recordables, y no solo por ser los primeros sino por ser los más complicados y peligrosos. Es al revés de lo que piensa la mayoría: la gente con experiencia, los que son famosos en el ambiente, los que cobran cifras importantes, rechazan los trabajos incómodos, difíciles, desagradables. Que caen, como es natural, sobre las espaldas de los principiantes. Siempre se puede encontrar a un tonto cualquiera listo para jugarse la vida tratando de matar a un general en una manifestación, o a un pobre muchacho necesitado, dispuesto a matar a un abuelito a garrotazos por cien dólares.

      Y así era yo, un inexperto principiante, cuando tuve que encarar a mi primera clienta, la señora Eugenia Griffero de Ulloa. Estaba un poco nervioso. Por supuesto ya había matado a otras personas, incluso por la espalda, pero siempre en situaciones de enfrentamiento: robos a mano armada, guerra de pandillas y cosas así. Contaba con una ventaja importante para iniciarme en el oficio: no estaba marcado, nunca había estado preso.

      La señora Eugenia me citó en su propia casa, a las diez de la noche. A los clientes no les gusta tratar con nosotros en directo, pero a la larga se dan cuenta de que, en esta era de las comunicaciones a distancia, nada deja menos rastros que una entrevista personal.

      Me recomendó que nadie me viera entrar, pero no hacía falta. En ésa época todavía no había en las calles tantas cámaras de seguridad. De todos modos yo hubiera preferido conocerla en un café, pero no hubo manera de convencerla. Que nos encontrarámos en su casa era para ella una condición fundamental. Ella me dejaría la puerta abierta para que no tuviera que estar allí parado, expuesto, tocando el timbre.

      Y así fue. Era una noche calurosa, pesada, una de esas noches de verano agobiantes como una celda, de las que uno quisiera escaparse. Entré a la casa, pasé al escritorio y allí estaba la señora Eugenia, en penumbras, sentada detrás de un gran mueble de nogal. Gorda, hinchada, pintarrejeada y maloliente. Todo el ambiente estaba impregnado con ese olor dulzón, que el calor subrayaba. No podía creer que alguien pagara por oler así. No perdió tiempo. Tenía preparado allí mismo, sobre el escritorio, la mitad del dinero que, entonces, para mí, era una suma importante.

      –Quiero que mate a mi marido. Ahogado en la bañadera. Diente por diente.

      A mí, sus motivos, me importaban poco.

      –Muy bien. En el curso de los próximos quince días...

      –Ahora mismo. Ése es el cuarto de baño.

      Esta mujer está loca, pensé. Pero ya me habían advertido colegas más experimentados que buena parte de los que encargan estos trabajos están como mínimo un poco alterados. Y en realidad a Doña Eugenia se la veía, a su manera, muy tranquila. Aunque por otra parte...matar en la bañadera. Dudé por un momento y estuve a punto de renunciar y retirarme, algo completamente prohibido en este oficio.

      Matar en la bañadera es un trabajo feo, sucio y mucho más difícil de lo que parece. Se toma a la persona de los tobillos y se tira hacia arriba enérgicamente. Como por lo general (pero nunca se sabe) no tiene de dónde agarrarse, la cabeza se le hunde. Pero hay que ver la fuerza descomunal con la que puede patalear una persona que se está ahogando. Por otra parte el hombre era un viejo de ochenta años y yo tenía el entusiasmo un poco desaprensivo de la juventud. Sin pensarlo demasiado, sintiendo el calor de los billetes en el bolsillo, entré al baño. A pesar de mis prevenciones, fue sencillo. Y, en cierto modo, refrescante.

      Cuando salí, totalmente empapado, mi clienta ya no estaba. El resto del dinero me esperaba sobre el escritorio. La busqué por toda la casa, pero se había ido. Quizás para no escuchar los ruidos desagradables que venían del cuarto de baño.

      La muerte del anciano pasaba sin esfuerzo por un accidente. Nada que pudiera interesar a los diarios. Sin embargo, una semana después apareció una breve nota en la página de policiales. Un anciano había sufrido un accidente en la bañadera. Intrigados por su desaparición, los vecinos alertaron a la policía, que encontró el cadáver en avanzado estado de descomposición. El hombre vivía solo. No tenía hijos. Y sobre todo, era viudo.

      Con razón la señora Eugenia olía tan mal. 


      Sobre la firma

      Ana María Shua

      Bio completa